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Elara.

Dante me dio la vuelta con firmeza, con violencia controlada, y de repente me encontré de espaldas a él. Su mano se deslizó por mi nuca, tomando mi coleta con suavidad, enroscando su hábil mano en ella y tirando lo suficiente como para hacer que mi cabeza se inclinara hacia un lado, dejando mi cuello completamente expuesto. Sentí su aliento caliente contra mi piel mientras me hablaba al oído, su voz baja y controlada, pero cargada de algo oscuro, algo irresistible.

—¿Qué hacías aquí abajo, Elara? —preguntó, su tono firme, aunque no elevado. No necesitaba levantar la voz para dejar claro que no estaba jugando. Sentí cómo su otra mano descendía lentamente por mi espalda, haciéndome estremecer con cada centímetro que recorría—. Escabulléndote por los pasillos, ocultándote de mis guardias... Sabes que no te lo voy a dejar pasar, ¿verdad?

No respondí. No podía. El calor de su cuerpo pegado al mío, su aliento contra mi cuello, me habían robado las palabras.

Dante tiró un poco más de mi coleta, levantándome el rostro hacia él, obligándome a hacer contacto visual con la fría pared frente a mí. Su tono se volvió más grave, más oscuro.

—Te he pillado, Elara. Y ahora quiero respuestas. —Su mano libre recorrió mis costados, jugueteando, torturando con un placer sutil pero incuestionable—. ¿Qué buscabas aquí? —inclinó su cabeza hacia mi cuello, rozando con sus labios mi piel, tentándome con esa peligrosa cercanía—. Habla... O si no, puede que tenga que sacártelo de otra manera.

Sentí un leve tirón más en mi cabello, no lo suficientemente fuerte para hacer daño, pero lo justo para recordarme que estaba completamente bajo su control.

Mi respiración se aceleró, atrapada entre el deseo y el miedo. Sabía que tenía que hablar, pero estaba enredada en esa peligrosa mezcla que él creaba a su alrededor, como una red de la que no podía escapar. Sentí su mano recorrer mi cintura, sus dedos rozando la tela de mi vestido, mientras sus labios seguían susurrando en mi oído, cada palabra un desafío. Me lamí los labios, mojándolos.

—No... no tengo nada que decirte, Dante —logré susurrar, aunque incluso para mí sonaba débil.

Él soltó una risa baja, oscura. No había manera de ocultar lo evidente: lo que estaba sintiendo, lo que mi cuerpo estaba haciendo, todo me traicionaba. La presión suave de su mano en mi cadera me hizo estremecer.

—¿No? —su voz era grave, tentadora, pero con una advertencia clara en su tono—. No me parece que estés en posición de negarme nada.

Apreté los dientes, luchando contra el impulso de ceder, de confesar, de hacer cualquier cosa para liberarme de ese poder que tenía sobre mí. Pero cuando su boca se acercó aún más a mi cuello, casi rozándome, sentí que me desmoronaba.

—No... no me asustas —murmuré, aunque ambos sabíamos que no era cierto.

Su risa fue un ronroneo que me recorrió de pies a cabeza.

—¿Ah, no? —Preguntó mientras una de sus manos enredaba mi coleta, manteniendo mi cuello expuesto ante él. Me sujetaba con fuerza, y con la otra mano agarró la costura de mi vestido justo sobre mi hombro. Con un tirón preciso, dejó al descubierto mi clavícula y parte de mi hombro, como si estuviera preparando un banquete para sí mismo.

Mi piel desnuda quedó expuesta al aire, vulnerable ante él. Entonces, sacó lentamente sus colmillos, y comenzó a recorrer mi cuello con ellos, rozándome con una delicadeza peligrosa, cada movimiento calculado para hacerme estremecer.

—Entonces dime... ¿Qué sientes ahora? —murmuró, su voz cargada de tentación y amenaza, como si me marcara antes de ceder al deseo que ambos sabíamos que estaba allí. Dejó pequeños mordiscos, y yo sentí como mis pezones se endurecían.

El legado de ElaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora