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Elara.

El frío de la noche se sentía más pesado, como si cada sombra que llenaba la habitación estuviera viva. Las pesadillas eran una constante, envolviéndome en una telaraña de imágenes retorcidas que nunca parecían terminar.

Esta vez estaba en los bosques de Virdra, ese lugar que había leído una y otra vez en los libros de la biblioteca. Un mar verde, árboles frondosos que crecían altos, tan densos que el sol nunca alcanzaba el suelo. Sentía el aire pesado y sofocante, un presagio de que algo estaba cerca. Y entonces apareció... un Carnomorfo.

Era una bestia grotesca, con alas delgadas y una cabeza en forma de estrella que pulsaba como si respirara, pero no había aliento. Solo un hambre voraz. Se movía rápido, desgarrando los troncos a su paso. Sus ojos brillaban con una luz roja, buscando algo. No, buscándome a mí. El terror me paralizaba, y antes de poder correr, lo tenía encima.

Grité, pero no había sonido.

De repente, el suelo desapareció bajo mis pies y todo se convirtió en un abismo sin fin. El vacío me arrastraba, las garras de la criatura apenas rozándome, pero la caída era lo peor. No podía despertar, no podía respirar...

Y entonces abrí los ojos de golpe.

Estaba en mi habitación, bañada en sudor, el pecho subiendo y bajando frenéticamente mientras el aire aún no llegaba a mis pulmones. Sin pensar, salté de la cama, mis piernas temblorosas casi cediendo bajo el peso del miedo. El cuarto estaba oscuro, pero las paredes me ahogaban, los ecos de la pesadilla seguían vivos en mi mente. Corrí hacia la puerta, desesperada por escapar de algo que ya no estaba allí.

Antes de que pudiera alcanzar el picaporte, sentí unas manos fuertes y firmes sujetándome por los hombros.

—Estás despierta —dijo una voz grave y baja cerca de mi cara. Estaba frente a mí.

Dante.

Parpadeé una y otra y otra vez. Su toque fue como un ancla en medio de mi caos. Mis hombros se relajaron, aunque mi corazón seguía martilleando en mi pecho. No sabía por qué estaba aquí, por qué él siempre parecía aparecer cuando más vulnerable me sentía.

Le miré, jadeando, y lo vi a través de la penumbra. Su mirada era penetrante, como si intentara descifrar algo en mí que yo misma no comprendía. Quería apartarme, mantener las distancias, pero su cercanía tenía un efecto extraño en mí. Entre el miedo y el alivio, una mezcla que no podía explicar.

—No fue real —dijo, sus manos aún firmes en mis hombros, impidiendo que me derrumbara—. Estás a salvo, Elara. 

—¿Por qué estás aquí? —pregunté, mi voz temblorosa mientras intentaba procesar lo que acababa de suceder.

—Porque he estado en tus sueños antes. —Su tono era serio, pero no había dureza en él. Era como si estuviera compartiendo un secreto.

Mis ojos se abrieron con sorpresa. ¿Él... había visto mis pesadillas?

—¿Qué...? —traté de hablar, pero no podía formar una pregunta coherente. ¿Cómo lo sabía?

—Todas las noches, tu mente queda expuesta, pero sólo puedo ver y escuchar cuando pides ayuda. —sus ojos se oscurecieron—. He sentido tus pesadillas, esos miedos que te persiguen. 

Su voz era profunda y segura, pero había algo más detrás de sus palabras. Lo había sentido. Estaba ahí, velando por mí, sin que yo supiera. Un sentimiento cálido y aterrador a la vez me recorrió el cuerpo.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté, mi voz apenas un susurro. No podía apartar la vista de él, su rostro parecía más cercano en la oscuridad, casi protector. Sus ojos rojos, ahora oscuros, analizaban mi rostro.

El legado de ElaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora