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Elara.

Mis piernas temblaban mientras atravesaba los jardines, mis pies descalzos hundiéndose en la tierra húmeda. El vestido se me pegaba al cuerpo, una segunda piel mojada que apenas me resguardaba del frío. Cada paso hacia el castillo se hacía más pesado. La herida encima de mis costillas palpitaba con cada respiración, y el dolor punzante me hacía recordar el riesgo que acababa de correr. Sin embargo, debía seguir adelante, aunque mis fuerzas me abandonaran.

Los faroles apenas iluminaban el camino, y el viento frío se colaba entre las hojas de los árboles, agitando las ramas como si quisieran hablarme. Sentía que el peso de la noche y lo que había sucedido con los vampiros piratas me aplastaba. Mi mente estaba nublada, solo quería llegar a mi habitación, vendarme y recuperar algo de fuerza. Pero cuando alcé la vista, mis ojos se encontraron con una figura familiar en la distancia.

Lucius.

Su imponente silueta emergió de la penumbra, y aunque su rostro estaba parcialmente oculto por las sombras, pude ver que sus ojos me observaban con preocupación. Se acercó rápidamente hacia mí, y en un movimiento firme pero cuidadoso, me sostuvo antes de que pudiera desplomarme al suelo.

—¿Qué demonios te ha pasado? —su voz, aunque dura, tenía un matiz que no había esperado: preocupación.

No respondí. No podía. Estaba demasiado agotada, apenas consciente de lo que sucedía a mi alrededor. Mi herida ardía y mis piernas ya no podían sostenerme. Sin decir más, me levantó en sus brazos, y aunque traté de protestar, su agarre era firme. El calor de su cuerpo me ofreció un leve consuelo mientras me llevaba a la sala de sanación del castillo, sabiendo que a esas horas no habría nadie allí.

Inevitablemente mientras me llevaba no pude evitar preguntar por aquel hombre que se había colado en mis pensamientos día y noche y que si me descubría, sabía que no habría vuelta atrás. Dante.—¿Dónde está...— Empecé a preguntar. Y como si me leyera, respondió.

—Está buscándote, Elara. Lleva haciéndolo toda la noche.— Se me encogió el pecho.

Cuando llegamos, Lucius me depositó suavemente en una camilla de piedra y buscó algunos ungüentos en un rincón, sin decir nada al principio.

Mis pensamientos hacia Dante siempre han sido... contradictorios. Desde el primer momento en que lo vi, su presencia me asfixiaba y me atraía al mismo tiempo, como si el aire a mi alrededor se volviera denso solo por estar cerca de él. Era imposible ignorarlo. Todo en él irradiaba poder, una oscuridad que parecía envolverlo y a la vez, de manera inexplicable, seducirme. Jamás había conocido a alguien así, alguien que pudiera paralizarme con una sola mirada y hacerme sentir, en el mismo aliento, la necesidad de desafiarle.

Un vampiro poderoso, que reinaba sobre un mundo que quería olvidar mi existencia, el último eslabón de un linaje condenado. Pero al mismo tiempo, Dante era todo lo que yo no podía permitirme desear. Su fuerza, su intensidad, la forma en que podía controlar todo a su alrededor con una frialdad aterradora... y aún así, cuando nuestras miradas se cruzaban, sentía que veía algo más en él. Algo que ni siquiera él entendía.

—La que liaste en la cocina... Fue inesperadamente insensato.—Comentó sacándome de mis pensamientos mientras tomaba un trapo, agua y una venda.

Lucius me indicó cómo aplicar las hierbas y vendajes sobre mi herida,  pero había algo en su forma de mirarme que me hacía sospechar. Me estremecí, no solo por el frío, sino por la incertidumbre de sus verdaderas intenciones.

—¿Vas a delatarme? —pregunté al fin, mi voz apenas un susurro, rota por el cansancio.

Lucius se detuvo por un momento, como si meditara su respuesta. Luego, con un suspiro pesado, se sentó junto a mí. Sus ojos, que usualmente eran duros como el acero, ahora parecían envueltos en una melancolía profunda.

El legado de ElaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora