𝟚𝟚

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Dante.

Elara estaba temblando. Lo sentía en el aire, esa vibración que provenía de ella, aunque intentaba mantenerse firme, su cuerpo la traicionaba. La miré, arrastrando la vista por la fina línea de su cuello, hasta sus manos aferradas a las rejas con tanta fuerza que los nudillos se le estaban poniendo blancos. Sus ojos estaban clavados en Ada, su amiga, que yacía retorciéndose en el suelo del calabozo, mientras los guardias vampiros aplicaban la presión justa para mantenerla al borde del dolor extremo sin matarla.

Su respiración era irregular, entrecortada, como si cada grito de Ada le rasgara los pulmones. Vi cómo una lágrima se deslizaba por su mejilla, pero ella la ignoraba, tan atrapada en su desesperación que apenas parecía consciente de sí misma.

Esto era necesario. Así es como obteníamos respuestas en mi mundo. Elara no lo entendía. No podía. Era humana, o no, o en parte lo era, eso intentaba descubrir. Y esa parte suya, la que era tan pura y malditamente vulnerable, era lo que me volvía loco. Porque a pesar de lo que debería hacer, no podía soportar verla así.

Cada vez que trataba de tomar una decisión, mi mente se nublaba. Todo se reducía a un solo punto: ella me desquiciaba. Había algo en su mirada desafiante, en la forma en que no se rendía incluso cuando debería. Algo que me hacía querer mantenerla cerca y, al mismo tiempo, destrozarla, arrancar esa valentía suya de raíz.

Me obligué a mantenerme frío, a recordar quién soy. Un vampiro. El Rey vampiro. Un líder despiadado. No había espacio para emociones débiles. Y, sin embargo, con ella todo se volvía caos. Nada encajaba. Y eso me enfurecía. ¿Por qué no podía simplemente hacer lo que debía? ¿Acaso era una amenaza? ¿O era simplemente una distracción?

Cada vez que la miraba, veía sus intentos por esconder algo, por ocultar lo que en realidad era, lo que pretendía. Pero lo peor de todo... es que no podía verla solo como una amenaza. No, no era tan simple. Algo en ella me llamaba, una fuerza inexplicable que tiraba de mí hacia el abismo.

Elara era una trampa, una peligrosa mezcla de inocencia y peligro que me mantenía alerta, desconfiado... y completamente fascinado.

—¡Déjala! —gritó Elara, con una voz rota, golpeando las rejas con tanta fuerza que el sonido reverberó en la cámara. Estaba fuera de control, desesperada, y algo dentro de mí se retorció al verla así.

La vi luchar contra sus propios demonios. La vi temblar, romperse, y aun así mantenerse erguida. Cada vez que la miraba, me preguntaba por qué no la había destruido ya. Tenía tantas oportunidades, tantas razones para hacerlo. Y, sin embargo, aquí estábamos. Ella, llorando por su amiga en ese calabozo, y yo, incapaz de ser el monstruo que solía ser.

Me acerqué, despacio, mi mirada fija en ella, sin apartarla ni un segundo de esa explosión de emociones que emanaba. Podía escuchar su corazón acelerado, sentir su rabia cruda y visceral, mezclada con un dolor que no podía entender.

—Elara —susurré— Si confiesas, pararán.—Pero ella estaba demasiado perdida.

Golpeó las rejas otra vez, más fuerte, y luego otra, hasta que su piel empezó a romperse y la sangre manchaba el metal frío. No podía permitir que se lastimara más. 

¿Qué era lo correcto?

Cada vez que me acercaba, el instinto me gritaba que debía alejarme de ella. Que no debía confiar ni un segundo en su silencio, ni en sus lágrimas. Que había algo más profundo que aún no lograba comprender. Y sin embargo, cuando la tenía frente a mí, todo eso se desvanecía. La furia, la desconfianza... solo quedaba el deseo de protegerla, de mantenerla a salvo, aunque esa misma idea me irritara hasta lo más profundo.

El legado de ElaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora