𝐂𝐀𝐏Í𝐓𝐔𝐋𝐎 𝟐𝟑

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𝐄𝐋 𝐃𝐎𝐋𝐎𝐑 𝐃𝐄 𝐋𝐀 𝐏É𝐑𝐃𝐈𝐃𝐀

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Aitana

El sol se alzaba lentamente sobre Barcelona, filtrándose a través de las cortinas de la sala, y yo me encontraba inmóvil en el sofá, envuelta en una manta que una vez compartimos. Los rayos de luz parecían intentar llenar la habitación con una calidez que no podía alcanzar el vacío que sentía en mi corazón. Cada rincón de la casa estaba impregnado de recuerdos de Lidia, y el dolor era tan palpable que a veces me sentía como si estuviera en medio de una tormenta interminable.

Me desperté con el sonido de un reloj despertador que parecía sonar más fuerte que nunca. El sonido, normalmente una mera molestia, ahora parecía un recordatorio cruel de que el tiempo parecía avanzar, a pesar de que mi mundo se había detenido. El silencio en la casa era abrumador, un constante recordatorio de que ya no estaba ella aquí para compartir esos momentos cotidianos.

Me levanté con esfuerzo, mi cuerpo aún sintiendo el peso del duelo. Decidí que necesitaba hacer algo, cualquier cosa que me permitiera distraerme, aunque fuera por un breve momento. Me moví a la cocina y preparé un café, algo que solíamos hacer juntas cada mañana. Mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, miré alrededor, encontrando trozos de nuestra vida juntas en cada esquina: las fotos en la nevera, las tazas con nuestros nombres, el libro que solíamos leer antes de dormir...

Cuando el café estuvo listo, me senté en la mesa del comedor, mirando la taza que Lidia solía usar. La misma taza que había sostenido en tantas mañanas, charlando sobre nuestros planes y sueños. El aroma del café, normalmente reconfortante, ahora me parecía una cruel burla. Traté de recordar las conversaciones que habíamos tenido en ese lugar, las risas y los silencios cómodos. Todo parecía tan lejano y a la vez tan dolorosamente presente.

Mientras tomaba un sorbo de café, sentí un nudo en la garganta. Recordé el último día en que Lidia estaba bien, cuando todo parecía normal, cuando creíamos que teníamos todo el tiempo del mundo. Cada promesa que hicimos, cada palabra de amor, ahora se sentían como ecos lejanos. La vida sin ella era una serie interminable de momentos de soledad y vacío, y no podía evitar preguntarme por qué le habrá pasado esto a alguien tan bueno, tan lleno de vida.

La casa estaba llena de sus cosas: su chaqueta favorita colgada en el perchero, sus libros dispersos por la mesa de noche, su aroma en la almohada. Cada pequeño detalle era un recordatorio doloroso de su ausencia. Me encontraba caminando por la casa, tocando los objetos como si pudieran devolverme algo de ella, como si pudieran hacer que volviera.

Decidí salir a dar un paseo. El aire fresco de la mañana me golpeó con fuerza cuando salí a la calle, y el contraste con el calor de la casa hizo que el dolor se sintiera aún más agudo. Caminé sin rumbo fijo, mis pasos resonando en las aceras vacías. El mundo seguía su curso, con la gente yendo y viniendo, pero para mí, el tiempo parecía haberse detenido. Cada persona que veía parecía una sombra en un mundo en el que yo no encajaba.

Al pasar por los lugares que solíamos visitar juntas, sentí cómo la tristeza se apoderaba de mí. El parque donde solíamos hacer picnics, el café donde pasábamos horas conversando, incluso la tienda de flores donde solíamos comprar flores para nuestra casa. Todo estaba impregnado de recuerdos, y cada paso era una bofetada de realidad. El vacío que Lidia había dejado era tan inmenso que ni siquiera el sol de la mañana podía calmar mi dolor.

Regresé a casa, y mientras me sentaba en el sofá, mi mente se llenó de recuerdos. Recordé los momentos de risa, las discusiones sobre tonterías, las noches en las que simplemente nos abrazábamos y nos sentíamos felices en nuestra burbuja. Cada recuerdo era un latigazo de dolor, pero también un recordatorio de lo profundamente que había amado y sido amada.

Decidí mirar un álbum de fotos que habíamos creado juntas. Cada página estaba llena de imágenes de nuestros viajes, celebraciones, y esos momentos simples pero preciosos que compartimos. Mirar esas fotos fue como volver a vivir esos momentos, y aunque el dolor era intenso, también era reconfortante recordar lo que tuvimos.

Las lágrimas comenzaron a fluir sin control, y me permití llorar libremente. Lloré por la pérdida de Lidia, por todo lo que nunca podría tener, y por la vida que me había dejado atrás. Sentí como si una parte de mí misma se hubiera ido con ella, y la realidad de vivir sin ella era casi demasiado difícil de aceptar.

Mientras la noche caía, me preparé para dormir, aunque el sueño era el último lugar al que quería ir. Me acosté en la cama que solíamos compartir, rodeada de su aroma y sus cosas. Me aferré a una de sus camisetas, buscando consuelo en la familiaridad de su presencia. Aunque sabía que ella siempre estaría en mi corazón, el dolor de su ausencia era una carga que tendría que aprender a llevar.

Me quedé despierta gran parte de la noche, viendo el techo y recordando su voz, sus risas, sus caricias. La vida continuaba, y aunque el futuro era incierto, traté de encontrar consuelo en el amor que compartimos. Ella había sido mi compañera, mi amor, mi refugio. Y mientras enfrentaba esta nueva realidad sin ella, me aferraba a cada recuerdo, cada promesa, cada pedazo de la vida que habíamos construido juntas.

Aunque la pérdida era inmensa, sabía que Lida había dejado una marca indeleble en mi vida. Su amor, su fortaleza y su belleza siguen siendo parte de mí, y aunque el dolor nunca se iría completamente, también sabía que tenía que seguir adelante, por ella, por lo que compartimos y por el amor que siempre llevaría en mi corazón.

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▪ Perdón, perdón

▪ Un capítulo más y terminamos esta historia

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𝐃𝐎𝐁𝐋𝐄 𝐉𝐔𝐄𝐆𝐎 • Aitana BonmatíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora