Capítulo 2: Las Ruinas de la Perfección

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El día de Alex comenzaba temprano. A las seis de la mañana, su reloj sonaba con un pitido suave pero constante, indicándole que era hora de levantarse. Desde muy joven, su rutina había sido disciplinada, algo que su padre le había inculcado con fervor. Después de todo, él sería el futuro heredero de uno de los fondos de inversión más grandes de España, una responsabilidad que no cualquiera podía asumir.

Tras su baño matutino, seguido de una sesión de ejercicio que mantenía su cuerpo atlético, Alex se vestía con ropa informal pero impecable: camisetas lisas de alta calidad, vaqueros ajustados y deportivas blancas. No necesitaba un traje para destacar; su porte natural y su apellido ya lo hacían. Desayunaba solo en la amplia cocina de su casa familiar, una mansión moderna y sofisticada, antes de dirigirse al despacho de su padre, donde pasaba gran parte de su día.

Su padre, Adán Villalba, había construido su imperio de inversiones desde cero, un logro del que siempre se hablaba en las cenas y reuniones sociales. Se trataba de uno de los hombres más poderosos del país en el ámbito financiero, manejando fortunas y decisiones que impactaban en el panorama económico nacional. Adán siempre había sido duro con Alex, exigiendo perfección y disciplina. Desde que la madre de Alex los había abandonado cuando él apenas tenía tres años, Adán se había encargado no solo de criarlo, sino de prepararlo para ser su sucesor.

A lo largo de los años, el nombre Villalba se había convertido en sinónimo de riqueza, poder y control. Sin embargo, Alex sabía que esa imagen de perfección y éxito tenía un precio. El padre que lo guiaba en la vida empresarial rara vez mostraba un lado afectivo. En su mundo, no había espacio para la duda ni para la debilidad.

Aquella tarde, mientras revisaba las cifras del último informe trimestral, Adán llamó a Alex a su despacho. El tono de su voz, serio y decidido, hizo que Alex sintiera un nudo en el estómago. Sabía que algo importante estaba por suceder.

—"Cierra la puerta, hijo" —dijo su padre, con esa firmeza que había aprendido a no cuestionar.

Alex obedeció, y se sentó frente al imponente escritorio de su padre, donde las ventanas ofrecían una vista panorámica de la ciudad que pronto dejaría de ser su hogar.

—"Tenemos que hablar de algo importante" —comenzó Adán, con su mirada fija en los documentos sobre su escritorio—. "He tomado una decisión que cambiará las cosas para nosotros."

—"¿De qué se trata?" —preguntó Alex, preocupado por el tono en la voz de su padre.

Adán soltó los papeles y se recostó en su silla de cuero, mirando a su hijo directamente a los ojos.

—"Nos mudamos."

Alex lo miró incrédulo. —"¿Mudarnos? ¿A dónde?"

—"A una de las Islas Baleares" —respondió su padre, como si fuera una simple actualización de la agenda. "El fondo necesita una nueva sede estratégica, y he decidido que será allí. No es solo por el negocio, hay cosas personales que debo atender."

Aquellas últimas palabras encendieron una alarma en la mente de Alex. En toda su vida, su padre nunca había mencionado nada personal que no estuviera estrictamente relacionado con el negocio.

—"Pero, papá, ¿por qué ahora? Todo aquí va bien. Estamos en el centro de las finanzas del país, no tiene sentido irnos..." —intentó razonar Alex, tratando de mantener la calma mientras su mundo empezaba a tambalearse.

Adán lo miró con esa expresión impenetrable que siempre usaba cuando las decisiones estaban tomadas. —"No entiendes, Alex. Las cosas no siempre son lo que parecen, y hay asuntos que no puedo explicarte todavía. Solo confía en que es lo mejor para ambos y para el futuro de nuestra familia."

Alex permaneció en silencio, procesando la información. Su padre no era alguien que cambiara de opinión fácilmente, pero la incertidumbre lo asaltaba. Esta mudanza no era solo una reubicación laboral; parecía haber algo más detrás de todo. Y aunque lo respetaba, no podía evitar sentir que se estaba viendo arrastrado a algo que no comprendía del todo.

—"Nos vamos la próxima semana" —añadió Adán, dejando claro que el plan ya estaba en marcha.

Alex apenas podía asimilar lo que acababa de escuchar. Una semana. En tan solo unos días tendría que dejar atrás todo: su rutina, sus amigos, y lo más importante, a Luna. Su relación con ella era lo más estable de su vida, lo único que lo anclaba a una sensación de normalidad.

Aquella noche, mientras caminaba por el parque donde solían reunirse después de las clases, Alex decidió contarle la noticia a Luna. Estaba nervioso. No solo por cómo se lo tomaría ella, sino por cómo afectaría esto a su relación. Sabía que Luna era su ancla, su refugio, y la idea de alejarse de ella le generaba una ansiedad que apenas podía disimular.

La vio llegar, con su cabello rubio reflejando la luz cálida del atardecer. Luna siempre parecía iluminar cualquier lugar al que llegaba, y en ese momento Alex sintió un nudo en el estómago al pensar que pronto tendría que decirle adiós, al menos por un tiempo.

—"Luna, hay algo de lo que tenemos que hablar" —dijo Alex suavemente cuando ella se sentó junto a él en su banco habitual, bajo los frondosos árboles que les ofrecían una cierta intimidad.

—"¿Qué pasa?" —preguntó ella, notando la preocupación en su rostro.

—"Mi padre ha decidido que nos mudemos... a una de las Islas Baleares" —dijo Alex, observando cómo la expresión de Luna cambiaba, pasando de la sorpresa a la confusión.

—"¿Mudarte? ¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?" —preguntó Luna, tratando de procesar lo que acababa de escuchar.

—"La próxima semana," —respondió Alex, sintiendo cómo esas palabras lo ahogaban—. "No sé por cuánto tiempo, pero mi padre dice que puede ser más de lo que esperamos."

Un silencio se extendió entre ellos. Alex sabía que este era un golpe duro, no solo para ella, sino también para él. Su relación había sido una constante en su vida durante cinco años. Luna era su apoyo, su confidente, y ahora la distancia amenazaba con romper ese vínculo.

—"Alex, no sé qué decir" —murmuró Luna, visiblemente afectada—. "¿Qué va a pasar con nosotros?"

—"Nos vamos a mantener fuertes" —respondió Alex rápidamente, tomando su mano—. "Esto no va a separarnos. Lo hemos superado todo hasta ahora, ¿verdad?"

Luna lo miró con tristeza, sus ojos azules llenos de incertidumbre. —"¿Estás seguro?"

—"Sí" —dijo él, tratando de sonar más seguro de lo que realmente se sentía—. "Mira, hagamos un pacto. Todas las noches, a las doce en punto, nos llamaremos, sin importar dónde estemos o cómo haya sido el día. Siempre tendremos ese momento."

Luna sonrió débilmente, aunque el dolor en sus ojos seguía presente. —"A las doce" —repitió, apretando su mano con fuerza—. "Lo prometo."

Después de un largo beso bajo las luces tenues del parque, Alex sintió que algo dentro de él comenzaba a desmoronarse. Sabía que la mudanza no solo implicaba un cambio geográfico, sino también emocional. Estaba dejando atrás la estabilidad de su vida y entrando en un terreno incierto.

La isla lo esperaba, y con ella, secretos que su padre aún no estaba dispuesto a revelar. Y aunque Alex no lo sabía aún, esta mudanza lo llevaría a enfrentarse a las partes de sí mismo que había evitado por tanto tiempo.

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