Capítulo 12: Confesiones Prohibidas

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Sariel

Los días habían pasado con una lentitud insoportable desde aquella noche el palacio. Amelia, tan fuerte siempre, parecía desmoronarse cada vez más. Su rostro, antes brillante con determinación, ahora estaba apagado, sus ojos hundidos bajo el peso de una verdad que no era más que un teatro bien orquestado. Y todo, por culpa de la manipulación que le habían impuesto Catalina, Ágata, Susana... y yo.

La encontré sentada en el sofá de mi casa, con las manos entrelazadas, mirando al vacío. Sus labios estaban tensos, como si estuviera intentando contener las lágrimas. Mis intentos de consolarla habían sido infructuosos. No había palabras que pudieran reparar el daño que le habíamos hecho. Amelia, la que siempre confiaba en mí, ahora no quería ver a nadie, especialmente no a Dalia.

—¿Estás bien? —pregunté suavemente, aunque sabía la respuesta.

Ella levantó la vista hacia mí, sus ojos apagados. Negó con la cabeza, la voz rota cuando finalmente habló.

—Cancelé el viaje con las chicas... no podía hacerlo. No quiero ver a Dalia... no puedo. No después de lo que descubrí.

Un silencio pesado llenó la habitación. Sabía que era por ese maldito show que habíamos montado, esas pruebas manipuladas que la hacían creer que su amiga, alguien en quien siempre había confiado, era su enemiga. Dalia, a quien ahora veía como una traidora, una amenaza.

—No tienes que explicarte, Amelia —dije, acercándome y sentándome a su lado. La culpa pesaba sobre mí, pero era un precio que estaba dispuesto a pagar si eso la mantenía a salvo—. Es normal que no quieras enfrentarte a todo eso, no después de lo que descubriste.

Ella cerró los ojos, sus hombros temblaban. Me acerqué más, envolviéndola con mis brazos, y aunque sentía que me estaba aprovechando de su vulnerabilidad, sabía que ahora más que nunca necesitaba a alguien que la entendiera, o al menos, eso creía.

—No quiero que pienses que estás sola —le susurré, apretando suavemente su mano—. Estoy aquí para ti. Si necesitas un lugar seguro, mi casa siempre lo será para ti.

Amelia se hundió en mi pecho, sus lágrimas mojando mi camisa. Y mientras la abrazaba más fuerte, me odiaba a mí mismo por ser parte de su dolor. La había atrapado en una red de mentiras que jamás podría deshacer, pero no podía retroceder.

—¿Puedo quedarme aquí? —murmuró, casi en un susurro—. No quiero pasar las fiestas en casa... no después de todo esto.

La familia de Amelia había aceptado la situación sin hacer demasiadas preguntas, y mi madre, aunque en sus momentos lúcidos lo notaba, estaba feliz de tenerla con nosotros. Pero sabía que cada día que ella pasara aquí era un recordatorio de las mentiras que le habíamos metido. No había vuelta atrás.

—Por supuesto —le respondí, dándole un beso suave en la frente—. Este será tu refugio, Amelia. Todo lo que necesites, te lo daré.

Ella levantó la mirada hacia mí, sus ojos empañados por la tristeza, pero también con una chispa de gratitud.

—Gracias, Sariel. No sé qué haría sin ti.

No respondí. Solo la abracé más fuerte, sabiendo que las palabras que podría decir serían vacías, sin valor, porque todo lo que ella creía ahora era una farsa.

Pasamos las festividades juntos, rodeados de su familia y de la mía. Mi madre, en sus escasos momentos lúcidos, se mostraba encantada de tenerla cerca. Quizá también se daba cuenta de que entre nosotros había algo más, un vínculo que iba más allá de la amistad, aunque para Amelia todo estaba teñido de dolor.

Los Orígenes del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora