Capítulo 32: El Estallido del Silencio

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Dalia

Había pasado días pensando en esto. Caminaba hacia el departamento de Rafael, aferrando la botella de Sassicaia en una mano, un tinto italiano excepcional, añejado en roble francés durante veinticuatro meses. Era su favorito; siempre le gustaron los vinos con cuerpo y profundidad, y Sassicaia lo tenía todo: ese toque a grosella y frambuesa que lo hacía cerrar los ojos cada vez que lo saboreaba. Casi podía verlo sonriendo, y esa imagen en mi mente suavizaba las tensiones de nuestra última pelea. Esta vez, había decidido hacer las paces.

Abrí la puerta con suavidad, esperando encontrarlo solo, relajado, recuperándose. Pero lo que vi al entrar me arrancó el aliento y me heló la piel.

Allí, en el salón, estaban Bárbara, Luz y Lucía, en lencería, cada una dispuesta con precisión, como si estuvieran esperándolo para alguna clase de... "sorpresa". Mis ojos iban de una a otra, tratando de comprender la escena que tenía delante. Mis manos se tensaron alrededor de la botella, y el enojo comenzó a latir dentro de mí.

—¿Qué miras? —preguntó Bárbara, con una sonrisita burlona, cruzando los brazos de manera provocadora.

—¿Será envidia? —siguió Luz, alzando una ceja y examinándome de arriba abajo con descaro—. Pasa el tiempo, y aquí seguimos, mientras tú...

Lucía me miró con suficiencia, sin decir nada, pero sus ojos decían lo suficiente. Allí estaba el recordatorio crudo de los problemas que Rafael y yo habíamos intentado enterrar. Había vuelto a estas "ratitas", como las llamaba en mis peores pensamientos, y ni siquiera lo disimulaba.

Sentí una oleada de disgusto mezclada con una desilusión profunda, al recordar por qué estaba molesta con él en primer lugar. Todas las promesas rotas, todos los intentos de justificarlo. Y ahora, verlas ahí, mirándome con esa actitud provocadora, se me hizo patético.

Suspiré, tratando de mantener la calma. Miré a cada una de ellas y, con una sonrisa fría, les respondí:

—Ni siquiera me sorprende. Si acaso, me decepciona el pobre gusto de Rafael.

Entré con pasos lentos y seguros, como si el departamento fuera tan mío como de Rafael. Cada rincón me era familiar; conocía hasta el más pequeño detalle, tal vez incluso mejor que él mismo. Mientras cruzaba el umbral, dejé la botella de Sassicaia sobre la barra de la cocina con un sonido seco y deliberado. Luego, con calma, me quité el abrigo y la bufanda, dejándolos junto al vino, sin prestar atención a las miradas hostiles de las mujeres que seguían observándome.

—Vístanse —dije en voz baja, sin siquiera mirarlas—. Me dan nauseas viéndolas así.

Saqué un cigarrillo y lo encendí, disfrutando del primer tirón de humo que me calmaba los nervios mientras las tres se revolvían, ofendidas y desconcertadas. Barbara, la primera en reaccionar, cruzó los brazos, elevando la barbilla con insolencia.

—No nos vamos a ir —espetó—. Esto es una sorpresa para Rafael. Tú no eres quien para darnos órdenes.

Sonreí, dejando que el humo se escapara lentamente entre mis labios.

—Ah, querida, estás equivocada. —Mis palabras se deslizaron con esa calma peligrosa que ellas conocían tan bien—. Yo soy la jefa de la Cosa Nostra.

El rostro de Luz palideció, y Lucía intentó ocultar el temblor de sus manos, aunque sus ojos delataban un miedo que apenas podían contener. Avancé hacia un compartimiento secreto en la pared, un pequeño hueco que pocas personas conocían. Sin dudarlo, abrí el escondite y saqué una de las pistolas de Rafael. Mis dedos la acariciaron con familiaridad antes de comenzar a cargarla, limpiando el cañón como quien pule un trofeo. Me recosté contra la barra de la cocina, dejando que el humo del cigarro envolviera mis palabras.

Los Orígenes del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora