Capítulo 28: Puesta en Marcha

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Sariel

La tensión en el parlamento era palpable. Tres días después de los incidentes, yo me encontraba al lado del rey Leander, quien no dejaba de mostrar su disgusto. Leander fruncía el ceño mientras le explicaba los detalles de lo ocurrido con Dalia. Al parecer, Oliver seguía encaprichado, dedicándose en cuerpo y alma a la situación de Dalia en el hospital, y no parecía haber indicios de que abandonara su puesto junto a ella.

A pesar del ambiente denso en la sala, mi orgullo por Amelia me daba algo de paz en ese instante. Su ceremonia de ascenso había sido modesta, resumida hasta el límite por el propio rey, pero el reconocimiento era indiscutible. Aún resonaban en mi cabeza las palabras de Leander cuando, al finalizar el acto, la felicitó solemnemente y le pidió que colaborara en la tarea de encarcelar a los terroristas, instándola a tomar medidas sin demora. La orden era clara: poner en marcha la maquinaria de justicia y dar por finalizada esa amenaza de una vez por todas.

Una vez terminada la ceremonia, recibí la instrucción de ayudar a Amelia a instalarse en la oficina de Alejandro. Apenas cerramos la puerta tras de nosotros, un ardor irreprimible se encendió en ambos. No importaba cuán reducido hubiera sido el acto formal; el logro de Amelia me llenaba de una pasión y admiración que no podía contener. La tomé en mis brazos y, entre besos y caricias cada vez más intensas, dejamos de lado cualquier formalidad. Nos dejamos llevar, consumidos por una necesidad mutua que llevaba días contenida. En un rincón de la oficina, los papeles, las preocupaciones y el mundo exterior se desvanecieron, y nos entregamos completamente el uno al otro.

Pasaron largos minutos entre nosotros. Cada caricia y cada suspiro parecían intensificar la conexión que compartíamos, como si en esa oficina no existiera nada más. Cuando finalmente un toque en la puerta interrumpió el momento, apenas lo escuché al principio. Un sirviente me llamaba, insistiendo con la formalidad que la situación exigía. Respiré profundamente, sintiendo el peso de la realidad regresar de golpe. Al abrir la puerta y recibir las instrucciones, el mensaje era claro: Oliver requería mi presencia en el hospital, mientras para Amelia había dejado documentos de suma importancia. Al parecer, Dalia le había entregado toda una serie de expedientes que requerían la firma y aprobación de Amelia para proceder con las capturas y el despliegue del ejército en las iglesias sospechosas de albergar extremistas.

El deber siempre parecía encontrar la forma de interrumpir. Me frustraba no poder disfrutar de este momento con Amelia, ahora que apenas estábamos recuperándonos de tantos desafíos. Notó mi molestia y trató de calmarme con una sonrisa dulce, prometiendo que pronto tendríamos nuestro tiempo.

Sin embargo, no estaba dispuesto a resignarme tan fácil. Decidí, de forma un tanto temeraria, hacer caso omiso de las instrucciones inmediatas. Cerré la puerta de nuevo, sin soltar la mano de Amelia, y continuamos donde habíamos dejado, perdiéndonos en ese refugio compartido durante casi toda la mañana y parte de la tarde. Entre susurros y caricias, el tiempo parecía detenerse, y en ese instante solo existíamos ella y yo. Todo el tiempo encerrado, unidos en la oficina, fue más de lo que había imaginado. Cuando por fin nos despedimos, con un último beso que deseé no terminar, le robé un par de besos más, disfrutando cada segundo.

Al salir, me sentía revitalizado, como si por fin hubiera encontrado una pausa en medio de las tormentas constantes que enfrentábamos. Estar con Amelia había dejado en mí una sensación de tranquilidad y satisfacción. Y, al menos por un breve momento, nada podía romper mi buen humor.

Llegué al hospital de excelente humor, una rareza teniendo en cuenta los últimos días de constante tensión. Todo gracias a Amelia, por supuesto. Esa mañana juntos había sido como un bálsamo en medio del caos. Mi sonrisa apenas se desvaneció al entrar al pasillo, donde el aire se volvía cada vez más tenso conforme me acercaba a la habitación de Dalia. Al cruzar la puerta, la imagen que me recibió me dejó completamente desconcertado: Oliver y Rafael estaban parados a cada lado de la cama, lanzándose miradas fulminantes y enredados en una especie de guerra fría. Parecían dos niños caprichosos que, en lugar de un juguete, disputaban quién se quedaría al lado de Dalia.

Los Orígenes del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora