Capítulo 7: cenizas del caos

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Amelia

El olor a humo todavía estaba en el aire cuando me bajé del coche. El sol apenas se asomaba entre las nubes grises que habían envuelto la ciudad desde los atentados. Todo olía a quemado, y el suelo parecía cubierto por una capa de cenizas invisibles. No me sorprendió. El caos siempre deja rastros, aunque no siempre visibles.

Miré alrededor. El albergue improvisado estaba lleno de gente. Víctimas, voluntarios, políticos intentando hacerse notar entre la confusión. Era como si las llamas no solo hubieran devorado edificios, sino también el alma de esta ciudad.

Dalia caminaba junto a mí, su paso decidido y firme, pero podía notar la fatiga en su rostro. Ella no había dormido bien desde que volvió. Sabía que lo que había visto la había marcado, pero no teníamos tiempo para flaquezas ahora. Había que moverse rápido, aprovechar la confusión. Era lo que mejor sabíamos hacer.

—¿Las demás ya llegaron? —pregunté, observando el desorden organizado frente a nosotras.

—Sí, están adentro, —respondió Dalia, sin apartar la vista del albergue. Sus ojos recorrían el lugar, como si estuviera evaluando cada detalle, cada movimiento. La conocía demasiado bien. Aunque estuviera aquí para ayudar, su mente ya estaba en otro lugar, buscando la próxima jugada.

Caminamos en silencio hasta el interior. Los gritos de los niños, los susurros de los médicos y el constante ir y venir de los voluntarios creaban una sinfonía caótica que resonaba en mis oídos. Pero era música para mí. Aquí, en medio de la destrucción, era donde podíamos resurgir, como fénix entre las cenizas.

Al entrar, vi a Camelia y Elena organizando un pequeño grupo de personas en una esquina. Parecían más líderes que nunca, cada una en su propio elemento, manejando la situación con precisión.

—Amelia, Dalia, por fin —dijo Elena, levantando la vista al vernos. Su tono era más relajado que el de Camelia, que ya estaba dando órdenes con la eficiencia de siempre.

—Pensé que no llegarían —comentó Camelia, mientras se acercaba abrazar a Dalia—. Sabía que, en el fondo, lo que más le molestaba era no haber podido localizarnos durante los últimos días. Pero esto era lo que necesitábamos. Mantener la atención sobre nosotras.

—Nos tomó un tiempo lidiar con algunas cosas, —respondí, intentando sonar casual. No iba a explicar todo lo que habíamos pasado, ni los fantasmas que seguían atormentando a Dalia. No era el momento.

—Ya estamos aquí, eso es lo que importa, —intervino Dalia, su voz más suave, pero con esa determinación que la caracterizaba. Respondiéndole el abrazo y separándose lo suficiente para verla a los ojos. Sabía lo que pensaba: cada minuto perdido era una oportunidad que se desvanecía, y ella no estaba dispuesta a desperdiciar ni una.

Nos dividimos rápidamente las tareas. Mientras Elena se encargaba de la logística y Camelia junto a Micaela controlaba las donaciones y la distribución de recursos, Dalia y yo comenzamos a movernos entre los heridos. Vi cómo sus ojos se endurecían a medida que avanzábamos, pero seguía adelante, atendiendo a cada persona como si fuera lo único que importaba en ese momento.

Había algo hipnótico en la manera en que el caos nos envolvía. Mientras me inclinaba para ayudar a un niño, no pude evitar pensar en cómo esto nos beneficiaría políticamente. No era un pensamiento del que estuviera orgullosa, pero era la verdad. En medio de la tragedia, nuestras caras serían las que la gente recordaría. Nos necesitaban, y eso nos daba poder.

Dalia se detuvo a mi lado en un momento, su respiración agitada. Sus ojos, normalmente tan calculadores, estaban vacíos por un instante. Sabía que las imágenes de los coches bomba seguían atormentándola. Se inclinó hacia mí, como si necesitara compartir el peso de sus pensamientos.

Los Orígenes del PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora