A veces se preguntaba si había tomado la mejor decisión al hacerse voluntario como investigador científico en una estación polar; luego veía al cielo nocturno y recordaba que ciertamente no había habido mejor decisión que pudiera tomar en su vida.
Sí, era cierto que casi siempre tenía que usar más de siete suéteres uno sobre otro, también era cierto que las rutinas en la estación eran demasiado estrictas y era un hecho rotundo el que la soledad de repente lo hiciera extrañar su hogar en Japón; sin embargo, ¿quién era él para quejarse de las decisiones de su yo del pasado cuando tenía esa vista tan espectacular?
Auroras boreales que decoraban el firmamento con sus distintas tonalidades, estrellas que iluminaban tenuemente su faz a través de la ventana de su cuarto, constelaciones de las que antes apenas podía ver las estrellas principales ahora brillaban en todo su esplendor. El silencio casi absoluto, nada de calles aglomeradas, nada de los ruidos típicos de la ciudad, aunque a veces se llegaba a llevar uno que otro susto debido al crujir del hielo y a los generadores de electricidad.
Pero sobre todo estaba ella, la luna que en sus noches más espectaculares lo deleitaba con su cara más hermosa y su brillo pálido que lo incitaba a querer salir de las instalaciones. Nunca antes había valorado tanto que el frío de menos cincuenta grados siempre lo regresara a la razón cuando se aventuraba a siquiera abrir la puerta principal.
Y aunque claro, no fue sino hasta los meses de luz que pudo salir con su equipo a tomar notas sobre el ecosistema y la vida salvaje del lugar, agradecía profundamente que al igual que él, muchos de sus colaboradores fueran introvertidos y cerebritos que preferían pasar las tardes y días en el laboratorio antes que aventurarse y convivir con el resto del equipo.
No obstante, ese parecía ser justamente el punto en el que no coincidía con el resto de cerebritos, pues él prefería por mucho salir a explorar su entorno; respirar aire fresco, estirar las piernas en otro lugar que no fueran los pasillos y el gimnasio del centro de investigación, que sus ojos vieran otros colores más allá de las tonalidades monocromáticas de su refugio.
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Como todas las mañanas de ese verano en el polo sur, salió con libreta y mochila en mano. Sabía que debía de regresar en menos de dos horas y estar al pendiente de su radio en caso de que los demás detectaran alguna anomalía en la proximidad que lo urgiera a regresar.
Fue hasta la bahía más cercana y se asentó en su punto designado; lo suficientemente alejado de una colonia de pingüinos y lo suficientemente lejos de una colonia de leones marinos, pero lo suficientemente cerca del mar como para ver a las ballenas y orcas que de repente pasaban por ahí.
Se sentó y anotó todo lo que sus ojos veían detrás de sus lentes.
En esta ocasión los pingüinos emperador empezaban con los rituales de apareamiento, se entretuvo viendo a los machos pelear por rocas que regalar. A lo lejos divisó una que otra orca, tomó fotos de leones marinos persiguiendo a las hembras y analizó la rutina de vuelo de los albatros. Todo en orden, todo tranquilo, tal y como siempre.
Sacó su diario personal y adjuntó algunas fotografías de lo que había analizado ese día, dibujó las constelaciones que había visto esa noche y en voz alta rememoró las historias de cada una.
Miró su reloj antes de partir, le faltaba media hora antes de que su equipo saliera en su búsqueda en caso de no tener noticias de él.
Tomó sus cosas y estaba por comunicarse con el radio, cuando se percató de que este no aparecía.
Era ridículo pensar que el aparato hubiera desaparecido por arte de magia y aun así lo encontró casi junto a la orilla del mar, húmedo y con un par de conchas marinas de colores tornasol. Las guardó en su pantalón y salió corriendo de ahí, debía de llegar antes de que se preocuparan.
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Poco a poco, conforme los días pasaban y su rutina continuaba fue que su colección de conchas, piedras y una que otra perla aumentó. Siempre en el mismo lugar, a tan solo unos metros del mar.
En más de una ocasión montó guardia de sus objetos, e incluso llegó a amarrarlos a su cinturón pero siempre pasó lo mismo; aparecían mojados y acompañados de alguno que otro obsequio marino.
—Sabes, no es necesario que tomes mis cosas para que reciba tus regalos, prometo siempre venir a este punto para recoger lo que sea que quieras dejarme —dijo, mientras exprimía uno de sus guantes y guardaba una roca lisa en su pantalón. Al no tener respuesta, se dio la vuelta y empezó a caminar. ¿En qué estaba pensando? Más allá de sus compañeros en las instalaciones no había ningún otro humano en kilómetros.
—Lo siento... —contestó una voz.
Volteó evidentemente asustado y se tuvo que frotar los ojos.
Detrás de una roca se encontraba la mujer más hermosa que alguna vez su mirada cansada hubiera visto, pero algo estaba mal con ella; estaba mojada, de sus brazos salían aletas dorsales, en sus mejillas habían pequeñas escamas que brillaban con el sol y su cabello parecía estar hecho de la espuma del mar.
—Me gusta cuando cuentas historias y es por eso que quise agradecerte, lamento si te molesté...
Aun en silencio la vio bajar la mirada, debía encontrar palabras, lo que fuera con tal de asegurarse de que lo que estaba viendo era cierto y no alguna ilusión causada por la soledad.
—Mi... Mi nombre es Nene.

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One-shots
Fiksi PenggemarCreo que el título habla por sí mismo, ¿no? *La obra original JSHK/TBHK pertenece a Aida/Iro*