Capítulo 36: Aurora

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Zein se terminó la Fanta de mora y apartó la lata de su vista. Debido a sus ojos humedecidos, apenas podía ver con nitidez a Roxanna.

ROXANNA: Yo hice también. Acostumbré. Italia ya no era Italia. Toda la gente cambia mal. Una misma también.

Zein, repentinamente, sintió una mano en el hombro derecho. Entre la sorpresa y la intriga, se giró poco a poco. Una vez se secó los ojos, vio con claridad la figura de aquel hombre bajito, de pelo pobre canoso y ojos marrones afables detrás de unas finas gafas de leer.

BERNARD: Me llamo Bernard, encantado. No lo tengas en cuenta a Petra. Es normal que no se fíe. Pero me he acordado de tu cara hace unos minutos. Aurora me la ha enseñado algunas veces.

Zein sentía peso en el estómago.

ZEIN: Agradecería de todo corazón que me dijeras en qué habitación está ella.

BERNARD: Ella ahora no está aquí. Está en el Parc de la Cirera Blava.

Zein sentía peso en la garganta.

BERNARD: Vuelvo arriba.

ZEIN: Muchísimas gracias.

BERNARD: De nada.

Bernard marchó del lugar. Zein se puso en pie y se orientó hacia Roxanna.

ROXANNA: Suerte.

ZEIN: Igualmente.

Zein bajaba las plantas con paso rápido. Fue cuando alcanzó el exterior de La Espiral que se dedicó a correr.

El Parc de la Cirera Blava estaba a tan solo un par de manzanas. Desde fuera, aún parecía que todo seguía igual que años atrás. Al menos, en forma. Zein llegó al bulevar principal, de setos celestes y baldosas índigo, sin mucho brillo. Fue ahí cuando sus piernas se ralentizaron y su garganta se densificaba.

En la zona arenosa, grupos contados de personas paseaban a sus respectivos perros y jugaban con ellos a lanzarles la pelota. Zein leía las caras de cada persona con detenimiento. Ninguna me resultaba familiar.

Llegó cerca de la minipradera repleta de desniveles y juegos infantiles de madera marfil. Niños recorrían toboganes, puentes, columpios y redes sin miedo a futuros daños. A los costados, adultos, tanto en bancos de mármol como de pie, hablaban de su día a día.

Zein vio cómo una niña de moños castaños dio un salto grande desde el tope del tobogán hasta la hierba. Cayó rodando, de modo que su pantalón y camisa café quedaron manchados. Acto seguido, fue corriendo hacia un banco.  En él había sentada una mujer ligeramente delgada de cabello liso voluminoso de tono púrpura oscuro. Vestía snickers, pantalón negro de lana y una camiseta de manga larga del mismo color, aunque con una mandala amarilla en el centro.

La niña regresó a los columpios. Y la mujer quedó sola en aquel banco. A Zein le bastó con leerle el perfil del rostro para adivinar su identidad. La garganta le raspaba. El estómago le pesaba. Las piernas le hormigueaban.

Pero hubo un detalle que le provocó un helor en la espalda. Aquellos ojos no parecían lavanda, sino de un tono añil desteñido, como aquel cielo que vio por primera vez tras salir del CER.

Zein dio un último paso, en diagonal, para ser visto.

Y así fue.

Aurora mantuvo el rostro serio por diez segundos. Incluso dedicó miradas de intriga a izquierda y derecha.

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