Capitulo 29

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Lira ;

—No había necesidad —dije en tono frío, cruzando los brazos.

—Te estás comportando como una niña —respondió él, con la mandíbula tensa, mientras daba vueltas por la habitación.

Lo miré fijamente, sintiendo cómo la tensión crecía entre nosotros.

—No sé quién es el que me reclama que no lo miré en clase, o que le presté atención a un compañero solo porque participó —mi voz subía ligeramente, controlando la frustración—. ¿Estás escuchando? Suena más enfermo de celos con cada palabra.

Me senté sobre la cama, mis manos descansando en mis muslos, y no aparté la mirada de él mientras seguía caminando de un lado a otro, como una tormenta a punto de estallar. Sabía que sus celos no eran normales, pero algo en su actitud los hacía aún más insoportables.

—No lo entiendo —él detuvo su caminata y me miró con una mezcla de frustración y reproche—. ¿De verdad crees que me voy a quedar tranquilo cuando te veo prestarle más atención a ese idiota en clase que a mí? Todo el tiempo riendo y charlando con él como si yo no existiera.

Le lancé una mirada firme, no dispuesta a ceder terreno.

—No puedo creer que sigas con esto. ¿De verdad estás tan inseguro que no puedes tolerar que interactúe con otras personas? —crucé los brazos, respirando hondo—. No fue nada más que una charla en clase. Participó, le respondí. Punto. No significa nada más.

—¡Pero es que siempre es lo mismo! —su voz subió de tono, mientras se acercaba un paso más—. Siempre te veo con otros, dándoles esa atención que debería ser para mí. ¡No es solo en clase, es en todas partes!

—Estás siendo completamente irracional —mi tono era firme, pero mi paciencia se estaba agotando—. No puedes pedirme que me limite solo a ti. Eso no es una relación, eso es control. Y lo que estás haciendo ahora, es simplemente celos enfermizos.

Él rió, una risa amarga y llena de rabia contenida.

—¿Control? ¿Enfermo de celos? ¿Es eso lo que piensas de mí? —sus ojos se clavaron en los míos con una mezcla de dolor y enojo—. No se trata de controlarte, se trata de que me siento ignorado por ti. Todo lo que quiero es tu atención, pero parece que prefieres dársela a cualquiera menos a mí.

—No es cierto, y lo sabes —me levanté de la cama, dispuesta a poner fin a la conversación—. Pero si es así como te sientes, si cada vez que hablo con alguien más te vas a poner así, entonces no veo cómo esto puede seguir funcionando.

Él se quedó callado, pero sus ojos me siguieron mientras caminaba hacia la puerta.

—Creo que es mejor que me vaya. Ambos necesitamos espacio para pensar —dije con firmeza mientras me acercaba al pomo de la puerta.

Justo cuando iba a salir, sentí su mano cerrarse alrededor de mi brazo. Me detuve, sorprendida por la repentina presión, y me giré para encontrarme con su mirada. Había algo diferente en sus ojos, una mezcla de desesperación y arrepentimiento.

—Espera —su voz ahora era más suave, casi susurrante—. No quiero que te vayas así.

Intenté soltarme, pero no lo conseguí. El tirón no fue fuerte, pero lo suficiente para detenerme. En un solo movimiento, él me atrajo hacia sí y, sin decir una palabra más, me besó suavemente. No fue un beso demandante, fue lento, casi como una disculpa no verbalizada. Su mano acarició mi mejilla con delicadeza, y por un momento, el enojo que sentía comenzó a desvanecerse.

Cuando finalmente nos separamos, nuestras miradas se encontraron en un silencio cargado de emociones.

—Tal vez exageré un poco... —admitió, sus dedos aún en mi piel—. Es que... me vuelvo loco solo de pensar que podrías prestarle a otro la misma atención que me das a mí. Pero eso no es lo que quiero. Quiero pasar el día contigo, solo contigo.

Aún sentía la tensión en mi cuerpo, pero sus palabras, y la forma en que me miraba, me hicieron dudar.

—No sé si esto está bien... —murmuré, sin soltarme aún de su contacto.

—Lo sé —dijo en voz baja—. Solo dame una oportunidad para arreglarlo. No quiero que nos peleemos por algo tan estúpido.

Ambos permanecimos en silencio, aún entrelazados en esa mezcla de ira, arrepentimiento y deseo.


[...]


El ambiente en la habitación cambió, de la tensión sofocante a algo más cargado, pero de una forma distinta, más intensa. Su mano, que seguía acariciando mi mejilla, se deslizó lentamente hacia mi cuello, y ese toque suave, casi reverente, me hizo estremecer. Por un segundo, quise seguir enojada, mantenerme firme, pero su cercanía y el calor que emanaba su cuerpo desmoronaban mis defensas una a una.

—No quiero que nos vayamos a dormir peleados otra vez —murmuró, su aliento cálido rozando mis labios—. No quiero que te vayas. Quédate conmigo hoy, por favor.

Mi respiración era irregular, y lo odiaba por hacerme sentir así justo cuando había decidido irme. Aún podía sentir el eco del enojo, pero era cada vez más débil, como si sus palabras, su tacto, lo fueran borrando. No respondí con palabras, solo lo miré, y en ese momento, supe que él entendía que ya no había marcha atrás.

Se inclinó de nuevo, esta vez el beso fue más profundo, más urgente. Mis manos, que antes habían estado resistiendo, ahora se aferraban a él, tirando de su camisa como si fuera lo único que podía mantenerme en pie. Sentí su cuerpo presionarse contra el mío, y el calor entre nosotros se volvió casi insoportable. Cuando me empujó suavemente hacia la cama, no opuse resistencia. El deseo había ganado la batalla.

Nos desplomamos juntos sobre las sábanas, y él comenzó a besarme con una pasión que ya no intentaba contener. Sus labios recorrían mi cuello, sus manos deslizándose por mis brazos y mi cintura, como si quisiera asegurarse de que estaba allí, con él, en ese preciso momento. Cada beso, cada caricia, hacía que el resentimiento y los celos se desvanecieran, como si no hubieran existido jamás.

Me entregué completamente a ese momento, al calor de su cuerpo contra el mío, al peso de su piel sobre la mía. Sentía que el mundo se reducía a ese pequeño espacio, donde nada más importaba. No había discusiones, no había palabras hirientes, solo nosotros dos.

La ropa fue desapareciendo lentamente, prenda tras prenda, como si cada capa de tela eliminara un poco más de la distancia que habíamos creado con nuestras peleas. Mi piel se encendía bajo sus caricias, sus dedos recorriendo mi espalda, mis piernas, trazando un mapa invisible que solo él conocía.

Pasamos horas allí, enredados entre las sábanas, sin necesidad de hablar. Cada movimiento, cada suspiro, decía más de lo que las palabras podían expresar. La pasión entre nosotros no era suave, sino voraz, como si ambos estuviéramos intentando sanar las heridas con cada toque, con cada beso.

El sol comenzó a colarse por las cortinas, pero no nos dimos cuenta. Nos habíamos perdido en nuestro propio mundo, donde el tiempo no tenía importancia. Habíamos olvidado el enojo, los celos, y todo lo que había pasado antes de que sus labios tocaran los míos.

Finalmente, cuando el día ya había avanzado, nos quedamos recostados, exhaustos, pero más tranquilos. Él me abrazó por detrás, sus brazos envolviéndome como si no quisiera dejarme ir nunca más.

—Gracias por quedarte —susurró contra mi oído, su voz ronca y baja.

Me giré para mirarlo, sus ojos estaban cerrados, pero había una calma en su rostro que no había visto antes. Yo también sentía lo mismo, como si todo ese caos que habíamos vivido se hubiera disipado.

—Aún no hemos resuelto todo —dije suavemente, pero con una pequeña sonrisa.

—Lo sé —murmuró—. Pero hoy solo quiero estar contigo. Mañana podemos hablar de lo que sea. Hoy... solo quiero esto.

Y aunque sabía que tarde o temprano tendríamos que enfrentar nuestros problemas de nuevo, en ese momento, el día se sintió perfecto.

Profesor VersackDonde viven las historias. Descúbrelo ahora