En las vastas y áridas tierras de Avelino, habitaba una de las razas más antiguas y predominantes: los Nagarank. Eran humanos con rasgos animales, híbridos de apariencia imponente, dotados de una fuerza física descomunal y sentidos extraordinarios. Sus cuerpos eran una armonía de naturaleza y bestialidad, capaces de resistir el calor abrasador y las duras condiciones del desierto. Desde tiempos inmemoriales, los Nagarank habían aprendido a vivir de la cacería y la supervivencia, adaptándose con astucia y perseverancia.
Aun así, su paz fue breve. La expansión del Imperio Sacro arrasó con tribus y culturas enteras, sometiendo a quienes consideraban "inferiores" bajo la bandera de la conquista. Cuando los enviados imperiales llegaron a las tierras de los Nagarank con una oferta de sumisión o exterminio, la tribu se negó. Los ancianos lideraron la resistencia, y cada guerrero, desde los más jóvenes hasta los más viejos, tomó las armas con fiereza, decidido a defender su libertad. Pero el Imperio tenía un as bajo la manga: la magia. Para los Nagarank, la magia era desconocida y terrible. A pesar de su fuerza y sentidos sobrehumanos, los hechizos y encantamientos los dejaban indefensos, vulnerables ante sus enemigos.
Al final, tras una ardua resistencia, fueron derrotados y llevados en cadenas, usados como esclavos por su gran resistencia y fuerza. Durante años, fueron obligados a trabajar en las minas y las fortalezas del Imperio, sin esperanza de libertad.
Hasta que un día, una figura desconocida llegó a su campamento. Era una mujer de piel escamosa, con ojos dorados que brillaban como brasas y cuernos en espiral sobre su cabeza. Era una exiliada de la raza dracónica, que viajaba en busca de aventuras y conocimiento. Observó en silencio a los Nagarank, su aspecto derrotado y la resignación en sus ojos.
Se acercó a uno de los líderes de la tribu, un guerrero llamado Malach, y le habló con una voz profunda y desafiante: "Dime, ¿por qué permites que tus cadenas te aten? ¿Acaso no tienes la fuerza para liberarte?"
Malach alzó la vista, sorprendido. "¿Quién eres tú para preguntarnos eso? No comprendes lo que es enfrentar a la magia del Imperio. Nos han roto una y otra vez. ¿Qué podríamos hacer nosotros contra su poder?"
La mujer sonrió con una mueca burlona y respondió: "Mi nombre es Kulsan, y soy hija de los dragones. La libertad es mía porque yo la forjo cada día. Si tienen el valor de romper sus cadenas, yo les enseñaré cómo hacerlo."
Algunos de los Nagarank, desconfiados, la miraron con escepticismo, pero otros, intrigados por sus palabras, comenzaron a murmurar entre ellos. Malach dudó, pero algo en la mirada de Kulsan le dio esperanza. "Si realmente puedes ayudarnos, entonces demuéstralo", exigió.
Kulsan dejó escapar una carcajada profunda y poderosa, y con un solo movimiento de su pierna, lanzó una patada que hizo retumbar la tierra. Ante la mirada atónita de la tribu, una montaña cercana se desplomó en cuestión de segundos, derrumbada como si fuera de arena.
"¿Lo ven?" dijo Kulsan, señalando las ruinas de la montaña. "Mi cuerpo y mi fuerza son míos. La libertad es mía. Ustedes han sido sus propios verdugos al dejar de luchar. Ahora, si desean volver a ser libres, deben hacer un pacto conmigo."
Malach y los demás guerreros la miraron, sorprendidos y cautivados. "¿Qué quieres a cambio?" preguntó él, con cautela.
Kulsan los observó con intensidad, y entonces habló con una solemnidad que electrizó el aire: "Les daré un poder que contrarreste la magia de sus opresores. Les otorgaré la antimagia, para que ningún hechizo pueda volver a someterlos. Pero a cambio, pido cinco promesas. Prometan que vivirán con valentía, correrán libres, sonreirán sin temor, amarán con pasión y, cuando llegue el momento, morirán sin arrepentimientos."
La tribu, conmovida por sus palabras, aceptó las cinco promesas y, con un rugido unánime, sellaron el pacto. Kulsan extendió sus manos hacia ellos, y una energía oscura y poderosa comenzó a rodear a los Nagarank, dotándolos del don de la antimagia. Sintieron una nueva fuerza en sus cuerpos, un poder que los hacía inmunes a los encantamientos y hechizos de sus enemigos.
Esa noche, se rebelaron. Las cadenas se rompieron, y con una furia ancestral, los Nagarank se volvieron contra sus captores. Los guardias del Imperio no tuvieron oportunidad; ni la magia ni la fuerza bruta pudieron detener a los ahora imbatibles guerreros de la tribu. Pronto, liberaron su campamento y tomaron la ciudad más cercana. En cuestión de meses, avanzaron como una marea imparable, conquistando territorio tras territorio.
Con el tiempo, los Nagarank no solo se liberaron, sino que construyeron un imperio propio, arrasando con quienes se les opusieran. Su fama se extendió por todas las tierras, y la leyenda de la "Serpiente Emplumada", su diosa y protectora, se convirtió en un símbolo de su poder. Así, en honor a Kulsan, le erigieron templos y la veneraron como una deidad, la encarnación de la guerra y el sacrificio.
Y desde ese momento, el continente tembló ante el nombre de Quetzalcóatl Kulsan, la diosa de la libertad, la guerra y el sacrificio, mientras los Nagarank recordaban sus cinco promesas, llevándolas en el corazón como la esencia de su fuerza y su libertad.