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Después de veinte días en nuestro paraíso particular, donde todo es mágico y divertido, cuando llegamos a México DF, miro sorprendida desde la ventanilla del coche las calles abarrotadas de gente. Eric habla por el móvil con su habitual gesto serio, mientras el chófer conduce la impresionante limusina.

Al llegar a un edificio de lo más moderno, un hombre de uniforme nos abre la puerta. Saluda a Eric y rápidamente llama el ascensor. Cuando nos paramos en el piso dieciocho y las puertas se abren, veo que Dexter acude a nuestro encuentro. Su cálida sonrisa me hace ver lo contento que está por nuestra visita.

—Míralos, qué relindos y morenos llegan los novios. —Todos sonreímos y el mexicano, cogiéndome las manos, añade—: Diosa, qué alegría volver a verte.

—¿Y conmigo qué pasa? —protesta Eric al oírlo.

Dexter choca su mano contra la de él y, con complicidad, cuchichea:

—Lo siento, güey, pero tu mujer me gusta más que tú.

Divertida, me acerco a él, me agacho, pues va en silla de ruedas, y le doy dos besos en la mejilla. Dexter, feliz por nuestra llegada, tras saludarnos mira a una mujer que está a su lado y nos la presenta:

—Ella es Graciela, mi asistente personal. A Eric ya lo conoces.

—Bienvenido, señor Zimmerman —dice la muchacha morena.

Eric le da la mano y, con una candorosa sonrisa, responde:

—Encantado de volver a verte, Graciela. ¿Todo bien con este pesado?

La joven de pelo oscuro mira a Dexter con una tímida sonrisa y murmura:

—Ahorita mismo todo perfecto, señor.

Dexter, divertido, tras escucharla me mira y dice:

—Judith es la mujer de Eric y han pasado a visitarnos tras su luna de miel.

—Encantada, señora Zimmerman, y enhorabuena por su reciente boda —me felicita la muchacha, mirándome.

—Por favor —digo rápidamente, mientras me estiro la minifalda—, llámame Judith, ¿te parece?

La joven mira a Dexter, él asiente y yo añado:

—No lo mires a él ni a mi marido. No hace falta que te den su beneplácito para que me puedas llamar por mi nombre, ¿de acuerdo?

Sonrío. La mujer sonríe y Eric concluye:

—Ya lo sabes, Graciela... llámala Judith.

—De acuerdo, señor Zimmerman. —La muchacha sonríe y, mirándome, añade—: Encantada, Judith.

Ambas sonreímos y eso me tranquiliza.

Que me llamen continuamente señora, o señora Zimmerman, no es algo que me vuelva loca. Es más, me suena a carcamal con olor a rancio.

Aclarado esto, observo a Graciela y deduzco que debe de tener pocos años más que yo. Su aspecto es pulcro y, desde mi punto de vista, es guapa. Pelo oscuro, ojos cautivadores y una dulzura que relaja. Eso sí, su fuerte no es la moda. Va demasiado chapada a la antigua para ser una joven de mi edad.

Una vez nos hemos saludado todos, entramos a un salón diáfano. Nada de obstáculos, para que Dexter se pueda mover bien por allí con su silla de ruedas.

Durante una hora, los cuatro hablamos cordialmente y recordamos la boda. Dexter me pregunta por mi hermana y cuando la nombra por cuarta vez, lo miro y aclaro:

—Dexter..., a mi hermana ni te acerques.

Eric y él sueltan una carcajada que yo en cierto modo entiendo. No quiero ni pensar lo que ocurriría si a Dexter se le ocurriera tener una cita con mi hermana y proponerle alguna de sus cosas. El bofetón se lo lleva seguro. Me río sólo de pensarlo.

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora