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Dos días después, mi cuñada Marta llama por teléfono y esa noche quedamos para salir de juerga con ella.

¡Guau, me apetece un montón!

En un principio, habíamos quedado Graciela y yo, pero al final los chicos se apuntan. No quieren que vayamos solas y, cuando llegamos a la puerta del Guantanamera, observo la cara de mi amor y sé que no es un acierto que esté allí.

Cuando entramos, veo que Anita, Marta con Arthur y unos amigos ya están bailando en la pista. Yo sonrío. Mira que le va ese bailoteo a mi cuñada la alemana. Eric la observa. Nunca la ha visto bailar así y, sorprendido al ver cómo se contonea, pregunta:

—¿Por qué pone esas caras mi hermana?

Divertida, la miro en el momento en que Marta nos ve y, soltando una carcajada, corre hacia nosotros con su novio detrás. Nos saludamos.

De pronto, me fijo en un chico que baila en la pista con Anita. ¿De dónde ha salido ese pedazo de bombón? Marta, al ver la dirección de mi mirada, cuchichea:

—Impresionante, ¿verdad?

Asombrada, asiento. Se trata de un morenazo increíblemente sensual.

—Lo hemos bautizado como Don Torso Perfecto.

—Telita cómo está el Don —murmuro.

—Se llama Máximo —susurra Marta.

—¿Y quién es?

—Un amigo de Reinaldo.

—¿Es cubano?

—No, argentino y está buenísimo, ¿verdad?

—Ya te digo.

Asiento. Negarlo sería una de las mayores mentiras del mundo. Bloqueadas, estamos observando cómo Anita baila salsa con el argentino, cuando de pronto Eric dice a mi lado:

—Tu bebida, Jud.

Al coger lo que me ofrece, veo en sus ojos que ha oído nuestra conversación y que está molesto.

Ay, mi niño, que se me pone celosón.

Sonrío. No sonríe.

Me acerco a él y, besándolo, murmuro:

—A mí sólo me gustas tú.

—Y Máximo —se mofa.

Al final, tras besuquearlo con insistencia, consigo que sonría y me bese. Durante el rato que el grupo charla, me doy cuenta de cómo Dexter y Eric se comunican con la mirada cuando pasa una mujer que les resulta atractiva. Me río. No me puedo enfadar. Yo también tengo ojos en la cara.

Eric paga una ronda de mojitos cuando suena una canción y casi todos gritamos:

—¡Cuba!

Sorprendido, Eric me mira. Yo comienzo a contonearme lenta y pausadamente al son de la música y observo cómo mi marido me escanea con su azulada mirada. El vestido corto que llevo le gusta, me lo compró él en nuestra luna de miel, y, tentándolo, digo:

—Ven. Vamos a bailar a la pista.

Mi chico arquea las cejas y niega con la cabeza.

Sólo le falta decirme «¡Ni loco!».

Estamos de regreso en Alemania y la naturalidad de sus actos en nuestra luna de miel parece haber desaparecido.

Eso me apena. Me gustaba mucho el Eric desinhibido. Me observa con gesto serio y al ver que yo no paro de moverme, dice:

—Ve tú a la pista.

Deseosa de bailar y cantar la canción del grupo Orishas que suena, salgo a la pista con mis amigos y bailo junto a ellos. Nuestros movimientos son lentos y sensuales. La música entra en nuestros cuerpos y cantamos.

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora