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El día de Reyes con mi familia aquí, vuelve a ser todo como yo lo recordaba. Risas, jaleo y regalos. Todos nos damos uno y al abrir el de mi hermana y encontrarme un conjuntito para Medusa me emociono. Es de color amarillo y ella dice:

—Como no sabemos lo que es, ¡amarillo!

Todos ríen y yo lloro, ¡faltaría más!

Cuando creo que ya no hay más regalos, Eric me sorprende. ¡Tiene regalos para todos! Para mi padre, Juan Alberto y Norbert, unos relojes, para las niñas, ropa y juguetes, y para mi hermana y Simona, unas bonitas pulseras de oro blanco. Tras entregar todos los regalos, nos mira a Flyn y a mí y, dejándonos boquiabiertos, nos da dos sobres. ¿Otra vez sobres?

Flyn y yo nos miramos. Resignación. Pero al abrirlos nuestra expresión cambia.

Para ver el regalo, id al garaje.

Entre risas, nos cogemos de la mano y corremos hacia allí. Todos nos siguen y, al abrir la puerta, los dos soltamos un chillido. ¡Motos!

Dos Ducatis preciosas y relucientes.

Flyn se vuelve loco al ver una moto de su altura y yo lloro. ¡Ante mí está mi moto! ¡Mi Ducati! La reconocería entre doscientas mil.

Eric, al ver mi reacción, me abraza y dice:

—Sé lo importante que es para ti. Han respetado todo lo que han podido de ella, pero otras cosas han sido reemplazadas. Tu padre le ha echado un ojo y dice que ahora está mucho mejor.

Lo abrazo, me lo como a besos y mi padre, que nos observa encantado, dice:

—Morenita, si antes tu moto era buena, ahora es mejor. Eso sí, hasta que tengas al bebé no te quiero cerca de ella, ¿entendido?

Asiento emocionada y Eric afirma:

—Tranquilo, Manuel. De que no se acerque me ocupo yo.


El 7 de enero, tras unas estupendas fiestas navideñas, mi familia y Juan Alberto regresan a España en el avión de Eric. Como siempre, cuando me despido de ellos la tristeza me embarga y en esta ocasión por ración doble. Eric me consuela, pero esta vez no se lo pongo fácil y lloro, lloro y lloro.

Dos días después volvemos a ir al aeropuerto para despedir a Frida, Andrés y el pequeño Glen.

—Te voy a echar mucho de menos —lloriqueo.

Mi amiga me abraza con una encantadora sonrisa.

—Yo a ti también. Pero tranquila, en cuanto nazca Medusa aquí me tienes.

Asiento. Andrés me coge por la cintura.

—Llorona, tienes que venir a vernos a Suiza. ¿Me lo prometes?

—Se intentará —asiente Eric.

Björn, que en ese instante se despide de Frida, al ver que ella se emociona, comenta divertido:

—Oh... oh... otra llorando. ¿No estarás embarazada?

Yo suelto una carcajada y Frida, dándole un manotazo, responde:

—¡No digas eso ni en broma!

Tras despedirnos de nuestros buenos amigos y verlos pasar por el arco de seguridad, Eric y Björn me agarran cada uno de un brazo y nos marchamos hacia el coche. Durante el camino no puedo dejar de llorar. Ellos se ríen y yo grito desconsolada:

—¡Odio mis hormonas!

Al día siguiente, aburrida, me pongo a guardar los adornos navideños y veo los papelitos de los deseos. Sonrío al recordar que los leímos entre risas la mañana de Reyes y, sin poder evitarlo, los releo y me emociono con los de Flyn, que dicen «Quiero que Jud deje de vomitar», «Quiero que el tío se ponga bueno de los ojos» y «Quiero que Simona aprenda a hacer salmorejo».

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora