Cuando me despierto a la mañana siguiente, nada más abrir el ojo, mi estómago se contrae como cada día y tengo que salir disparada al baño.
Eric, que está en la cama conmigo, va detrás de mí todo lo rápido que puede con el yeso en la pierna y, cuando ve que estoy vomitando, me agarra con fuerza.
Cuando las náuseas pasan, me siento en el baño y, mirándole, murmuro:
—Esto es horroroso... Medusa me mata.
El pobre, que ha cogido una toalla y la ha mojado con agua, me la pasa por la cara y, con todo el cariño del mundo, dice:
—Tranquila, pequeña. Pronto pasará.
—Yo... no voy a poder con esto... No puedo.
—Sí puedes, cariño. Vas a tener un bebé precioso y te olvidarás de todo.
—¿Estás seguro?
Eric clava su peculiar mirada ensangrentada en mí y contesta:
—Segurísimo. Va a ser una niña morenita como tú, ¡ya lo verás!
—Y te dará mucha guerra, como yo —apostillo.
Sonríe, me da un beso lleno de amor en la punta de la nariz y murmura:
—Si lo hace con tu gracia, me encantará.
Sin ganas de dramatizar, asiento y finalmente sonrío. Mi chico es maravilloso y hasta en un momento así me hace olvidar lo mal que me encuentro y consigue que sonría.
He leído que los vómitos suelen durar sólo los tres primeros meses y ésa es mi esperanza, ¡que se acaben!
Una vez el color regresa a mi rostro, Eric sale del baño y decido darme una ducha. Me desnudo y, cuando me quito el tanga, parpadeo. ¡Sangre!
¡Oh, Dios mío!
Rápidamente, llamo a Eric, nerviosa.
Él, a pesar de su escayola, en cero coma un segundo ya está en el baño y, mirándolo asustada, susurro:
—Tengo sangre.
—Vístete, cariño. Vamos al hospital.
Como una autómata, salgo del cuarto de baño y me visto a toda prisa. Eric lo hace antes que yo y, cuando bajo, Norbert y él me esperan y Simona, dándome un beso, me dice:
—No te preocupes. Todo estará bien.
En el coche, Eric me coge las manos. Las tengo frías. Estoy asustada. Las pérdidas de sangre no son buenas cuando una está embarazada.
¿Y si he perdido a Medusa?
Cuando llegamos al hospital, Marta nos espera en la puerta con una silla de ruedas. Hacen que me siente en ella y, a toda pastilla, me llevan a urgencias. Una vez allí, impiden entrar a Eric. Marta se queda con él y yo me voy con unos médicos.
Tengo miedo.
Me hacen cientos de preguntas y yo respondo, aunque ni yo misma me entiendo. Nunca he querido estar embarazada, pero Medusa de pronto significa mucho para mí. Para Eric. Para los dos.
Me preguntan si he estado nerviosa por algo últimamente. Asiento. No les cuento mi vida, pero la tensión sufrida puede haber ocasionado esto. Me tumban en una camilla y me hacen una ecografía. En silencio y con la respiración acelerada, observo cómo dos médicos con semblante serio miran el monitor. Quiero que todo esté bien. Al final, tras valorar lo que ellos creen pertinente, me miran y uno de ellos dice:
—Todo está bien. Tu bebé sigue contigo.
A llorar se ha dicho.
Lloro, lloro y lloro.