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A la mañana siguiente, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Eric ya se ha ido a trabajar.

Cuando bajo a la cocina, Simona me prepara el desayuno y dice:

—Tenemos dos capítulos de Locura Esmeralda grabados, ¿quieres que los veamos?

Asiento y, una vez acabo de desayunar, las dos vamos al salón.

Ese día, vemos esperanzadas cómo Luis Alfredo Quiñones, al abrir una cajita y ver un colgante que Esmeralda Mendoza le regaló, sufre un fogonazo en su mente y comienza a recordar cosas. Simona y yo nos cogemos de la mano. Esto pinta bien. Esa mañana, Esmeralda ha salido a cabalgar con su hijito y Luis Alfredo los observa desde la lejanía y sufre otro fogonazo. Su mente se llena de recuerdos y Simona y yo aplaudimos cuando de pronto es consciente de que la mujer de su vida es Esmeralda y no la enfermera Lupita Santúñez.

Cuando acaban los dos capítulos las dos estamos animadas.

Le propongo a Simona salir a dar un paseo. Ella se niega, está nevando y no es buen momento para que una embarazada como yo ande por los caminos.

Tiene razón. Me voy a mi cuartito y, como no me puedo sentar sobre la mullida alfombra que tanto me gusta, o si no luego me tendrá que levantar una grúa, me siento en una silla, abro mi portátil y me conecto a Facebook para charlar con mis amigas las guerreras. Como siempre, hablar con ellas me sube el ánimo y acabo sonriendo.

Simona entra y me da el teléfono. Es Eric.

—Dime.

—Hola, cariño. ¿Cómo estás hoy?

—Bien.

Tras un silencio, añade.

—¿Sigues enfadada por lo de anoche?

—Sí.

—Escucha, pequeña, tienes que...

—No, escúchame tú a mí —lo corto—. Estoy muy enfadada. Lo que hiciste anoche me dolió. ¿Por qué eres tan duro? ¿Acaso no oíste decir a la doctora que podemos tener una vida sexual plena?

—Jud...

—Ni Jud, ni leches. ¿Por qué eres tan gilip...?

Me paro. No es justo que lo insulte y, tras un silencio, dice:

—Dímelo, cariño, ¡lo estás deseando!

—No. No te voy a dar el gusto de decírtelo.

Se calla. Yo juego con la ventaja de que estoy en casa, pero él está en la oficina y finalmente dice:

—Tengo partido de baloncesto esta tarde y se me ha olvidado la bolsa con las cosas. ¿Me la llevarías al polideportivo a las cinco?

Estoy a punto de decirle que no, que se la lleve su prima, pero finalmente respondo:

—De acuerdo, Norbert te la llevará.

—Me gustaría que me la trajeras tú.

Qué bonito lo que me ha dicho, pero la víbora que vive en mí suelta:

—Y a mí me gustarían otras cosas y, mira, me jorobo y me aguanto.

Oigo a Eric resoplar y, tras unos segundos, murmura:

—Tengo ganas de verte, pequeña.

—De acuerdo. Yo te la llevaré.

Cuando cuelgo, me doy cuenta de que ni me he despedido. Por Dios, ¡qué borde soy!

La verdad es que mi Iceman se merece el cielo. Aguantarme a mí cuando me pongo insoportable es insufrible. Y últimamente soy lo peor. Por ello, llamo a su móvil y, cuando lo coge, digo:

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora