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Los días pasan y mi mejoría es patente. Con penita, el jueves me despido de Graciela y Dexter. Regresan a México, pero prometemos vernos aquí o allí.

Añoro la compañía de Graciela. Es una niña tan buena que es imposible no echarla de menos. Laila sigue en casa. La verdad es que es encantadora. No he hablado todavía con Simona, pero conmigo, al menos la muchacha es muy maja.

Eric vuelve al hospital. Tiene que hacerse una revisión por su problema en la vista. Marta me deja entrar con él mientras lo atiende y, acobardada, observo lo que le hacen. Cuando termina, los tres nos sentamos en el despacho de Marta y ésta pregunta:

—¿Te ha dolido la cabeza últimamente?

—Un par de veces.

Al oírlo, protesto.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Porque no quería preocuparte —responde Eric.

Resoplo y miro a Marta, que me pide calma antes de proseguir:

—Eric, de momento todo va bien, pero si te vuelve a doler la cabeza, dímelo, ¿vale?

Él asiente y, cuando salimos del hospital, mi alemán me mira y murmura:

—Sonríe y yo sonreiré.

Días después, cuando ya me encuentro muchísimo mejor de mi accidente, llamo a mi padre y le cuento lo ocurrido. Como siempre, el hombre se asusta y se molesta porque se lo he contado a toro pasado, pero también, como siempre, me lo perdona. Es un amor.

Hablo asimismo con mi hermana, que es harina de otro costal. Raquel se enfada, gruñe y me llama descerebrada por seguir montando en moto. Yo la escucho... la escucho... y la escucho y cuando estoy a punto de mandarla a hacer gárgaras, pienso en cuánto la quiero y la sigo escuchando. No hay otro remedio.

Cuando por fin se explaya a gustito, le pregunto por Juan Alberto. Sé por Eric que de Bélgica regresó a España y no me sorprende cuando ella me dice que se han visto en Jerez. Pero ahora él ya ha vuelto a México, aunque la llama por teléfono cada dos por tres.

Suena tranquila y parece sosegada, pero sé que sufre. No dice nada, pero lo pasa mal y por ello yo no voy a meter más el dedito en la llaga.

Al colgar, me recuesto en la cama y me duermo. Cuando me despierto, a los diez minutos, Simona entra en mi cuarto con un vasito de agua y unas pastillas. Toca medicación. Cuando acabo, ella dice con guasa:

—¿Quieres que veamos desde aquí Locura Esmeralda? Empieza en diez minutos.

Asiento. Hago que se siente en la cama, se apoye en el respaldo y le pregunto:

—¿Qué ocurre con Laila?

—¿Por qué crees que ocurre algo?

Tentada estoy de mentirle, pero es Simona y digo:

—Te oí discutir con Norbert sobre su visita. Además, me he fijado y ella no tiene buen rollo ni contigo ni con Björn, pero todos disimuláis. ¿Me vas a contar lo que pasa?

Simona se toca la cara y, tras retirarse el pelo, dice:

—No es mi sobrina, sino la de Norbert. Y la antipatía que le tengo es mutua. Según la madre de ese monstruito, trabajamos sirviendo por mi culpa y por eso siempre nos tratan con desprecio. Pero ¿sabes qué?, prefiero ser sirvienta que un ser deplorable como esa niña, por muy licenciada en Económicas que sea.

—¿Por qué dice eso?

—No es trigo limpio, Judith. —Y, bajando la voz, añade—: Ayer mismo volví a discutir con Norbert por culpa de esa sinvergüenza. Le mete pajaritos en la cabeza y...

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora