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Los días pasan y yo engordo por segundos.

En vez de Judith, debería llamarme Judota, ¡madre mía cómo me estoy poniendo!

¡Ya no me veo los pies! Y ni qué decir otras cosas.

Las bragas que llevo son como poco de la época victoriana. Según los dependientes, son bragas de embarazada, según yo, son de cuello vuelto. ¿Acaso una no puede estar sexy cuando está embarazada? Definitivamente, con estas bragas que me llegan hasta debajo de las tetas, como que no.

El día que Eric las ve, no puede parar de reír hasta que le tiro un zapato a la cabeza. Pobrecito, acerté de pleno y le hice un chichón.

Las contracciones cada vez son más frecuentes y más intensas. No me duelen, pero sé que son la antesala al calvario que voy a pasar. Madre mía, qué dolor. ¡No lo quiero ni pensar!

El régimen no lo hago y en la siguiente visita, la ginecóloga me echa la bronca.

Pero para qué voy a negarlo, por un oído me entra y por otro me sale. Sólo he engordado doce kilos en siete meses y medio. Mi hermana engordó veinticinco.

¿De qué se queja?

Eric me mira mientras la ginecóloga me regaña. Yo le ordeno que se calle y él, prudentemente, no abre el pico. Soy consciente de que en esos últimos meses me estoy volviendo una tirana y el pobre aguanta y calla. El día que explote, ¡arderá Troya!

De nuevo, al hacer la ecografía, Medusa no se deja ver. Nos ha salido tímida o tímido. Una vez acabamos, la doctora me da fecha para una semana después. Tengo que ir a monitorización.

Cuando salimos de la consulta, llamo al pintor que va a pintar la habitación de Medusa y le digo que lo haga en amarillo. Eric me escucha y asiente. Según él, lo que yo decida bien hecho está.

Dos días después, cuando el pintor está en casa, haciendo lo que le he pedido, cambio de opinión. Ahora quiero que, de las cuatro paredes de la habitación, dos las pinte en amarillo, una en rojo y otra en azul.

Cuando Eric me pregunta que por qué he decidido eso, lo miro y le explico que el azul representa la frialdad de Alemania y el rojo la calidez de España. Sorprendido, me mira, no dice lo que piensa y asiente. ¡Pobre!

Una semana después, Eric y yo vamos al hospital. Está nervioso y yo estoy histérica. La enfermera que nos atiende me hace tumbar en una camilla, me pasa un ancho cinturón por la tripa, lo conecta a un monitor y nos explica que eso sirve para comprobar los parámetros de la frecuencia cardíaca del bebé y las contracciones del útero, entre otras cosas.

Estoy acojonada, pero al ver la cara de mi Iceman cuando escucha el corazón al galope de Medusa, se me quita todo el miedo. ¡Me parto! La enfermera que nos atiende, tras ver los valores, nos dice que todo está bien y que regresemos la semana siguiente.

Cuando salimos del hospital, los dos estamos emocionados. Nuestra relación es una montaña rusa.

Se supone que durante un embarazo las parejas se unen y se quieren. En nuestro caso, nos queremos y Eric me aguanta. Soy consciente de que me he convertido en una víbora gorda, llorona, comilona y enfadica.

Simona y Norbert no saben qué ocurre, sólo saben que nos adoramos, que nos queremos, pero que discutimos todos los días. Flyn, mi gran defensor, se pasa la mayor parte del tiempo enfadado con su tío y demostrándome su cariño. Y Björn, nuestro gran amigo, es el encargado de poner paz entre nosotros. Los únicos que están ajenos a todo son Sonia, Marta y mi familia.

Como yo digo, ¡ojos que no ven, corazón que no siente!

Una noche no puedo dormir. Miro el reloj. Son las 03.28 de la madrugada y decido levantarme. Estoy harta de dar vueltas en la cama y las contracciones me incomodan, no me dejan conciliar el sueño.

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora