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Cuando Björn y yo llegamos a la puerta del hospital St. Thomas me encuentro fatal. En el trayecto de avión he vomitado varias veces y el pobre ya no sabe qué hacer para que yo esté bien. Lo achaca a los nervios y a mi inquietud y yo no lo saco de su error.

En el vestíbulo del hospital, resoplo y Björn, con seguridad y aplomo, agarrándome por la cintura para tranquilizarme, pregunta:

—¿Te encuentras mejor?

Asiento. Es mentira, pero no quiero decirle que no.

Él me mira con una triste sonrisa y, dándome la mano, afirma:

—Tranquila, estará bien y todo se resolverá.

Digo que sí con la cabeza y doy gracias al cielo por tener un amigo como él. Cuando lo llamé, en menos de veinte minutos ya estaba en mi casa dispuesto a ayudarme en todo lo que necesitara. Incluso, cuando le conté lo ocurrido, dejó a un lado la furia que pudiera sentir hacia Laila y por las acusaciones de su amigo y se centró en consolarme y en decirme que todo iba a salir bien.

No llamo ni a la madre, ni a la hermana de Eric. Primero quiero ver lo que me encuentro y después lo haré. Pero una cosa tengo clara, no permitiré que nadie le toque los ojos sin que Marta lo sepa antes.

Asustada, pienso en sus ojos. Sus bonitos ojos. Cómo algo tan precioso puede tener siempre tantos problemas. Al abrirse el ascensor en la quinta planta, mi corazón bombea con fuerza.

Me asusto. Creo que me va a dar un paro cardiaco mientras Björn le pregunta a una enfermera en qué pasillo está la habitación de Eric Zimmerman.

Caminamos en silencio e, inconscientemente, busco de nuevo la mano de Björn y la agarro. Él me la aprieta, me da fuerza.

Cuando llegamos ante la 507, nos miramos y, tras un silencio más que significativo, digo:

—Quiero entrarsola.

Björn asiente.

—Te doy tres minutos. Después entraré yo también.

Con las pulsaciones a mil, abro la puerta y entro. Todo está en silencio. Hasta que mi corazón de pronto salta al ver a

Eric con los ojos cerrados. Está dormido. Con sigilo, me acerco y lo observo. Tiene la cara amoratada, el labio partido y una pierna enyesada. Su pinta es desastrosa. Pero yo le quiero, me da igual cómo esté.

Necesito tocarlo...

Quiero besarlo...

Pero no me atrevo. Temo que abra los ojos y me eche de su lado.

—¿Qué haces aquí?

Su ronca voz me hace dar un salto y, cuando lo miro, creo que me voy a marear.

Oh, Dios..., sus ojos.

Sus bonitos ojos están encharcados de sangre y su aspecto es atroz. Mi respiración se acelera y, levantando la voz, pregunta:

—¿Quién te ha avisado? ¿Qué narices haces aquí?

No respondo. Sólo lo miro y él grita:

—¡Fuera! ¡He dicho que te vayas de aquí!

La respiración se me acelera y, sin decir nada, me doy la vuelta, salgo de la habitación y echo a correr por el pasillo.

Björn corre tras de mí y me para. Al ver en qué estado me encuentro, me calma.

Quiero vomitar. Se lo digo y, rápidamente, coge una papelera y me la da. Cuando mi estado se normaliza, mi buen amigo se levanta y, con una seriedad que no le conocía, dice:

Pídeme lo que quieras o déjameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora