El ambiente fúnebre fue lo primero que sintió Ameliel al despertar. El aire era denso, sofocante, cargado de una energía oscura que le oprimía el pecho. Al abrir los ojos, sus pupilas se encontraron con la silueta de Charles, sentado en el otro extremo de la habitación, con algo envuelto entre una manta.
-Estoy maldito después de todo… -su voz sonaba hueca, distante-Sufrir es mi destino… sufrir es mi castigo… -sus ojos, apagados, no la miraban realmente a ella, sino a la nada- Solo me quedan horas…
El mundo de Ameliel se tambaleó. Sus pensamientos eran un caos, pero su cuerpo reaccionó antes que su mente. Con un hilo de voz, quebrada y temblorosa, murmuró:
-Puedo alzarlo…
Las lágrimas nublaron su visión mientras descendían sin control por su rostro pálido. Su alma ya estaba rota, pero aun así, un instinto profundo le exigía sostener a su bebé, como si al hacerlo pudiera arrancarlo de la muerte.
Charles no respondió. Solo se puso de pie, caminando lentamente hacia ella. En sus brazos, el cuerpo pequeño y frágil del niño se sentía frío, etéreo. Ameliel lo tomó con una reverencia dolorosa, sintiendo todavía un vestigio de energía divina en su interior, como un eco de lo que pudo haber sido.
Con dedos temblorosos, destapó su carita.
Era hermoso.
Tenía los ojitos cerrados, los puños diminutos apretados como si aún se aferrara a un sueño. Su cabello rubio era idéntico al de Charles, y el no saber de qué color eran sus ojos la destrozó.
-Aled, mi niño… ¿Por qué? -las palabras se quebraron al salir, y sus lágrimas cayeron sobre la piel inerte de su hijo.
Entonces, algo imposible sucedió.
El cuerpo del bebé comenzó a cambiar. Su piel pálida se volvió translúcida y un resplandor rojo brotó desde su interior. Ameliel lo vio con horror y fascinación cuando, ante sus ojos, su hijo dejó de ser carne y se convirtió en un hermoso rubí resplandeciente.
Al ser celestial, su cuerpo no podía descomponerse. Pero con sus lágrimas, Ameliel había transformado su pequeño cadáver en una piedra preciosa.
Charles tomó el rubí con manos temblorosas y lo llevó hasta la cuna que había mandado tallar para su primogénito. En la madera estaba grabado su nombre, un nombre que jamás escucharía en labios de su propio hijo. Luego, volvió junto a su esposa y la abrazó.
-Los voy a perder a los dos… -susurró Ameliel, su voz destrozada. Sus ojos encontraron los de Charles con un dolor tan profundo que lo rompió por dentro.
-Y te amaré en esta vida… y en mil más, mi ángel… -las lágrimas bajaban por el rostro de Charles, empapando el cabello de su esposa.
El peso de sus recuerdos cayó sobre él como un yugo inquebrantable. Lo recordaba todo. Todas sus vidas, todas sus muertes. Desde la traición que lo convirtió en un príncipe caído hasta los días en que vagó como un mendigo sin nada.
Pero ninguna vida, ningún dolor, se comparaba a este.
La marca impuesta por Dios ardió en su pecho. Su destino estaba sellado. Pronto, él también desaparecería. Pero lo que más lo aterraba no era la muerte, sino dejar a Ameliel sola en este estado de desesperación.
-Tu alma está tan fragmentada, mi amor… -susurró ella con un hilo de voz-Solo te queda una reencarnación… y será como un…
No pudo terminar la frase. El llanto la quebró, y Charles no necesitaba escuchar más. Sabía lo que le esperaba.
Sería un demonio.
Un ser maldito, condenado a alimentarse de carne humana para existir.
-Yo… quisiera hacer algo para cambiarlo todo… -susurró Ameliel, con la impotencia carcomiéndole el alma.
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