Frente a mis ojos se alzaba el gran palacio, una estructura de piedra gris, solemne y melancólica, rodeada de jardines florales perfectamente cuidados por los sirvientes. El cielo, cubierto de nubes oscuras, presagiaba tormenta y apagaba la última luz del sol, intensificando el aire de desasosiego que envolvía el lugar.
El carruaje se detuvo frente a las imponentes puertas. Un hombre de porte elegante aguardaba allí, con una expresión que denotaba la precisión de quien está acostumbrado a servir sin cuestionar. Sin esperar a que me abrieran la puerta, bajé del carruaje por mi cuenta. Me recibió con una reverencia impecable y un saludo formal.
No respondí. Saludar a un sirviente no es apropiadode una señorita educada en las buenas costumbres. Con la cabeza alta y la mirada distante, avancé con la actitud que Charles me había pedido que adoptara.
Inalcanzable, inaccesible e inolvidableme había dicho él.Su disgusto por mi decisión de venir sola quedó claro, pero la invitación había sido solo para mí, y Eva, después de nuestra última discusión, desapareció sin decir nada. El único que expresó preocupación fue el duque, convencido de que aún no estaba lista para enfrentar a una reina.
El sirviente me condujo por los pasillos hasta una sala en penumbra. Las velas estaban apagadas, y la única luz provenía de una ventana, insuficiente para disipar la opresiva atmósfera.
Cuatro mujeres estaban sentadas en los sillones, inmóviles como si fueran parte del mobiliario. Eran hermosas, pero esa perfección tenía algo inquietante. Un escalofrío recorrió mi espalda. Ninguna se inmutó cuando entré.
-Condesa Anndrasdan -la voz de la reina rompió el silencio. Me giré de inmediato, sobresaltada, y realicé una reverencia automática. Las otras mujeres seguían inmóviles, como si ni siquiera notaran mi presencia.
-Majestad, es un honor…
-Basta-La reina alzó la mano, silenciándome con un gesto suave pero autoritario. Su vestido negro se movía como si tuviera vida propia, y su mirada atravesaba mi alma con una calma inquietante-Siéntate.
Las otras mujeres seguían inmóviles, rostros serenos y ojos vacíos, como atrapadas en un sueño del que no podían escapar.
La reina comenzó a servir el té con movimientos precisos y elegantes, pero había algo en su modo de hacerlo que me incomodaba. Las tazas de porcelana eran finas, pero el líquido que contenían era más oscuro de lo habitual, como si escondiera algo. La conversación que siguió fue superficial, llena de risas forzadas y miradas calculadoras. Cada palabra que pronunciaba era observada con una intensidad que me hacía sentir analizada y juzgada.
De repente, un viento frío atravesó la habitación, y las puertas se abrieron de golpe. Varias figuras entraron en silencio, vestidas de blanco y con máscaras de porcelana. En sus brazos llevaban muñecas idénticas a las mujeres presentes, cada una replicada con una precisión inquietante. Lo único más perturbador que esas réplicas eran sus ojos, vacíos, pero vigilantes, como si pudieran seguirme a cada movimiento.
La reina se levantó con elegancia y se acercó a una de las muñecas. Tenía ojos violetas que brillaban con una intensidad sobrecogedora, y era la única sin cabello.
-Eres hermosa, Condesa.
Su tono no sonaba halagador. Más bien parecía una declaración fría, como si yo fuera una pieza que acababa de añadir a su colección.
-Gracias, Majestad… -respondí con cautela.
-La flor más bella de Luxemburgo- murmuró una de las mujeres, riendo con una ligereza incómoda.
-Las flores se marchitan. Pero las muñecas permanecen intactas.
Antes de que pudiera reaccionar, dos sirvientes se colocaron a mis espaldas y me tomaron de los brazos.
-¿No debería haberse desmayado ya? -gruñó la reina, visiblemente molesta.
El té... le habían puesto algo. Por mi naturaleza, era inútil que intentaran drogarme, pero decidí seguirles la corriente.
-¿Qué… qué están haciendo? -fingí forcejear, pero solo consiguieron apretar más fuerte.
Entonces lo sentí: el chasquido metálico de unas tijeras. Todo ocurrió en un instante, aunque para mí fue como en cámara lenta.
-¿Qué hicieron? -Mi voz se quebró al ver al sirviente entregar un mechón de mi cabello rojo rizado a la reina.
-No seas dramática. El cabello crece.
No el mío. Sentí un nudo en la garganta, una rabia desesperada mezclada con la necesidad de llorar. Pero respiré hondo y me controlé.
-Ahora, Ameliel Anndrasdan, formarás parte de mi colección, mi hermosa colección.-Las mujeres comenzaron a reír con una risa falsa, hueca, que reverberaba en la sala.
-¿De qué está hablando? -traté de mantener la calma, aunque mis manos temblaban.
-Tu cuerpo será para mi hijo. Tu alma, para mí.
Y ahí lo entendí. Ese brillo oscuro en sus ojos… lo había visto antes.
-Mephistófeles.-susurre
Me sentí estupida por no haberlo notado antes
El tiempo se detuvo. Los ojos de la reina se volvieron negros como el abismo, y una voz profunda y burlona salió de su boca.
-¿No reconoces a un ángel cuando lo tienes delante?
-Ameliel, la esperanza de Dios-continuó con voz distorsionada-la que alguna vez pudo ser reina pero cayó a la Tierra. Todo el infierno habla de ti.
Mi corazón se aceleró. ¿Y si Lucifer también?
-¿Qué haces aquí? Pensé que estabas encadenado en las fosas.
-La posesión es una laguna legal, querida. Esta reina me invocó, y no iba a dejar pasar la oportunidad.
-¿Y las muñecas?
-Es su forma de controlarlas. Y sus almas son para mí.
-¿Creías que podías controlarme con un truco tan barato? -Sonreí, sintiendo cómo la ironía me invadía-.
No tengo alma.Mephistófeles se encogió de hombros, con una sonrisa despreocupada.
-Escuché que sangras. Tenía fe.
Fruncí el ceño. Así que él había estado vigilándome.
-Idiota.
Levanté la mano como para expulsarlo, pero en ese instante el tiempo volvió a fluir. La reina me miraba con su sonrisa habitual, pero Mephistófeles ya no estaba en ella.
-Majestad, no puedo ser parte de su colección ya que me casaré con el duque.
Su sonrisa desapareció de golpe, reemplazada por una expresión gélida.
-Si me disculpa, debo regresar con mi prometido.
Incliné ligeramente la cabeza y salí de la habitación. Esta vez lo dejaría pasar. Pero si Mephistófeles volvía a cruzarse en mi camino, lo destruiría sin dudarlo.
Me pregunto qué trato habrá hecho la reina para manejar hechizos prohibidos. Ese mechón de cabello en manos equivocadas podría ser peligroso... pero no para mí. Por ahora, lo dejaría ir.