Prisión Federal de alcatraz 1950
Danzel Frederick Gallagher
La noche se cernía sobre Alcatraz, esa fortaleza de comcreto y acero que había sido mi mundo durante lo que parecían eternidades. La famosa prisión a la que había enviado a tantos terroristas, comunistas y otras "basuras humanas" -como solíamos llamarlos en el FBI- ahora me contenía a mí mismo.
Mi relación con el director era un delicado equilibrio de complicidad y silencio. Desde el primer día que pisé esta celda, me aseguré que mis palabras resonaran en su memoria con una claridad cortante: "Cumple mis peticiones y nadie sabrá tu secreto, además, amigo mío, me debes más favores de los que puedes contar". Mi voz destilaba un veneno suave pero penetrante. Yo sabía que tenía el control absoluto, y él, que alguna vez había sido un hombre de poder, ahora no era más que una sombra reducida a merced de mis caprichos.
Los guardias me miraban con una mezcla de respeto y temor. Sabían mi historia, conocían mi pasado, pero ahora me veían reducido a un simple número, a un interno más en este infiero de concreto y hierro. Mi antiguo prestigio se había desmoronado como un castillo de naipes, dejándome completamente expuesto.
Era imposible para mí conciliar el sueño. Cada noche era un ejercicio de insomnio y remembranzas. Había perdido todo lo que alguna vez me importó: mi familia -tanto que había costado ganar su cariño, su aprobación-, mis adoradas bolitas de grasa, mis gatos. Al menos tenía el consuelo de saber que mi hermana los cuidaría. Ella los adoraba y ellos a ella, un amor puro que contrastaba con la oscuridad de mi existencia actual.
Lo perdí todo. Mi libertad, mi dignidad, mi identidad. Alcatraz no era solo una prisión, era mi tumba en vida, un recordatorio constante de cómo un hombre puede caer desde la cúspide del poder hasta el más absoluto de los abismos.
Había una cosa, una persona que no había perdido del todo. Mi adorado jazmín inglés, mi bello esposo que permanecía a solo tres celdas de distancia. No lo había perdido completamente.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios mientras imaginaba tenerlo dentro de mi celda, sumiso y temeroso. Lo visualizaba en una esquina, esperando mi más mínima orden, temblando ante cada movimiento. En mi mente, le haría una seña con un dedo, indicándole que debía acercarse, y él obedecería sin dudar, consciente de las consecuencias de cualquier resistencia.
Lo veía inclinado frente a mí, sus ojos apagados por la lucha perdida, su cuerpo tembloroso mientras aguardaba mi toque, incapaz de negarse. Deslizaría mis dedos por su piel, marcando su carne como si mis manos fueran un hierro al rojo vivo, dejando huellas invisibles que proclamaran a quién pertenecía. Cada roce sería un recordatorio de que no era libre, que su cuerpo no era suyo, sino mío para moldear, poseer y doblegar.
"Buen chico", le diría mientras lo hacía arrodillarse, sus músculos tensos bajo mi mirada escrutadora. Tomaría su barbilla entre mis dedos, obligándolo a mirarme a los ojos, a ver en mí no solo a su carcelero, sino al único dios que reconocería. Su respiración sería un reflejo de mi voluntad, acelerándose o calmándose según mis deseos, porque incluso eso le arrebataría: la capacidad de respirar para sí mismo.
Lo obligaría a entregarse en cada gesto, en cada movimiento. Mis manos recorrerían su espalda con una mezcla de firmeza y control, dejando claro que cada centímetro de su cuerpo me pertenecía. Y cuando su resistencia finalmente se extinguiera, cuando entendiera que no había lugar en el que pudiera ocultarse, lo reclinaría contra la fría pared de la celda, susurrándole al oído: "Ni siquiera estos muros pueden protegerte de mí."
En mi mente, lo escucharía murmurar mi nombre como un mantra, no por devoción, sino porque su voz no tendría otro propósito que darme placer. Lo marcaría de maneras que nadie más podría ver, pero que él sentiría cada vez que su cuerpo se moviera. Cada cicatriz, cada gemido ahogado, sería un testimonio de que su cuerpo también era mío, tan mío como su mente y su alma.
Mi único consuelo en esta prisión de pesadilla era saber que no importaba cuán lejos pudiera intentar huir en su mente o cuánto resistiera su cuerpo, siempre lo tendría. Mente, cuerpo y alma. Alexander sería mío. Siempre.
(...)
La mañana llegó con su habitual tranquilidad, solo interrumpida por el estridente sonido de los guardias haciendo el registro de las celdas. Mis ojos inmediatamente buscaron a Alexander, mi adorado Alex, como siempre lo hacían desde que llegamos a este lugar.
Lo observé a la distancia, estudiando cada movimiento, cada respiración. Estaba junto a otro recluso, un tipo cuya mera presencia me hacía hervir la sangre. Mis pasos fueron lentos, calculados, sintiendo cómo el miedo comenzaba a invadir el cuerpo de Alex incluso antes de que lo tocara.
Lo tomé de los hombros, mis manos apretándolo con una fuerza que bordeaba lo posesivo y lo violento. "Alex, Alex, Alex", canturreé con una voz que destilaba un amor enfermizo, una melodía que era más una amenaza que una caricia. Mis dedos masajeaban sus hombros no para reconfortarlo, sino para marcar mi territorio, para que supiera que cada centímetro de su piel me pertenecía.
"Tenerte tan cerca y a la vez tan lejos me hace sentir...", dejé la frase en el aire, permitiendo que el silencio la completara con todo lo que no podía decir en voz alta. Mordí suavemente su lóbulo, un gesto que era tanto una caricia como una advertencia. "Te necesito", susurré, "quiero tenerte debajo de mí". Lo sentí estremecerse, su incomodidad era mi delicia.
"Espera por mí, amor mío", le dije al oído, mi aliento caliente contra su piel. Acomodé su cabello, sintiendo el sudor de su frente, ese líquido salado que me recordaba lo vulnerable que era. "Eres mío, MI ESPOSO, no lo olvides", y sellé esa declaración con un beso en su mejilla, un beso que era más una marca de propiedad que una muestra de afecto.
"Solo mío", gruñí sobre su cuello antes de alejarme, dejando tras de mí una estela de terror y anticipación.
Pronto, muy pronto, lo tendría a mi lado. Y cuando eso sucediera, nada ni nadie me separaría de él.
La obsesión es un veneno que no conoce la compasión, un parásito que crece silenciosamente, consumiendo alma tras alma, hasta que no queda nada más que la sombra de lo que alguna vez fue un ser humano.
R. A. Navarrete.
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OBSESIÓN (vol.1)
Mistero / ThrillerEn la sociedad reprimida y prejuiciosa de la década de 1950, Danzel, un agente del FBI, se obsesiona con Alex, su antiguo amor universitario. Tras años de búsqueda, Danzel logra encontrar a Alex y, aprovechando su posición de poder, lo chantajea par...