C a p í t u l o 2 - Jota

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Me quedé observando los motivos florales de las paredes, iluminados por finas franjas de luz dorada que atravesaban las ventanas. Aquella era mi nueva vida, así que lamentarme por el pasado no me iba a servir de nada.

Tenía otra hora libre hasta que me presentaran a mi guía, así que decidí deshacer las maletas y darme un paseo por el jardín. Cogí mi skate, el cual me había llevado a escondidas de mis padres, y salí de la habitación. Siempre que me agobiaba o me encontraba mal, hacía deporte. Me ayudaba mucho a despejarme y a liberar la inquietud, y no había ninguno que con el que liberara más tensión que el skate Es práctico, rápido y sencillo, se puede hacer en cualquier lado con sólo una tabla y te puedes desplazar con ella. En mi casa tenía que salir a hacerlo sin que se enteraran. Mi familia estaba chapada a la antigua, y no les gustaba la idea de que su pequeña hija hiciera un deporte "brusco y peligroso". Y mucho menos que los vecinos se enteraran de ello, tenía que ser toda una señorita a vista del resto.

Según recordaba haber leído en el folleto publicitario del centro, había una pista de patinaje dentro de la zona deportiva. Esta se había construido más allá del jardín lateral y de la explanada del patio del recreo, y se cercaba por una hilera de pinos que hacía de límite del internado. Una vez estuve abajo, patiné por los caminos asfaltados a mi suerte, hasta llegar a una zona sin césped. El cielo era gris, y corría una ligera brisa refrescante. Estratégicamente se repartían alrededor de un polideportivo de fachadas blancas dos campos de fútbol, una pista de atletismo, una voleibol y otra de beisbol. Un poco más allá se levantaba un edificio pequeño de manera, probablemente un establo, ya que estaba junto a lo que parecía un cabestro. Sabía que detrás del polideportivo estaba el circuito de patinaje y skate, me dirigí hacia allí.


Había tres rampas seguidas, conectadas de manera suave y oscilante, varias dunas empinadas, barandillas de metal repartidas y montículos circunvalados que sobresalían del suelo. Un medio tubo era la atracción principal, en la que un grupo de cinco chicos patinaban y charlaban, tres de ellos iban con skate y los otros dos montaban en pequeñas bicicletas bmx muy coloridas. El espacio estaba bastante bien cuidado, no tenía las comunes pintadas de grafiti que tienden a acumular los parques públicos. Me incorporé a las pistas, justo al comienzo del circuito en lo alto de una duda. Pero, justo cuando iba a deslizarme, una voz fuerte me interrumpió:

–¿Se te ha perdido algo, nena?

Confundida, me giré hacia el origen de la voz. No tenía claro si iba dirigida hacia mí, pero era la única chica presente, así que no podía haber muchas más opciones.

Un chico, a escasos diez metros de distancia, se apoyaba contra una barandilla. Estaba cruzado de brazos y apoyaba un pie sobre el metal, flexionando la rodilla en un ángulo cerrado. Me estaba mirando fijamente de manera desinteresada. Lo poco que distinguía era su melena negra, sus zapatillas DC y su expresión seria, casi rozando el aburrimiento.

Fruncí las cejas, sin acabar de entender del todo lo que me estaba diciendo. ¿Aquello iba a malas?


Cuando vio que me deslizaba por la rampa, haciéndole caso omiso, continuó:

–¿Estás sorda o qué?

Me vi obligada a detenerme en el coping, justo en el borde del otro lado, llevaba por sus palabras. ¿Aquel pijo remilgado se estaba metiendo conmigo? Lo iba a matar, lo iba a hacer añicos, lo...

Me recordé a mí misma de respirar hondo y contar hasta tres. Me crují los nudillos del puño.

–Perdona, repíteme de nuevo lo que me acababas de decir, que no te he ignorado bien– me llevé la mano a la oreja, haciendo como que no le oía. Alzó las cejas, sorprendido de que me atreviera a responderle. Seguro que era otro chico más con ego frágil.

Internados: Rompiendo las normasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora