Capítulo V: Aventura en la cocina. (2da parte)

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—¡Santas hojas verdes! ¿Pero qué has hecho? —gritó su madre con una mezcla de enojo y asombro— Mira lo que le hiciste a la vajilla, y qué es todo este desorden: cáscaras de huevo en el piso, la bolsa del pan abierta y desperdiciaste toda la leche. Pero cómo se te ocurre ponerte a jugar en la cocina, Anabelle.

—No estaba jugando madre —dijo con débil voz.

—¿Y qué se supone que estabas haciendo entonces, cocinando? ¡Ja! Estas muy pequeña para cocinar y te he dicho millones de veces que no debes entrometerte en la cocina.

—Levántate hija —dijo su padre con voz tranquilizadora—, ve a lavarte que luego tu madre te curará esas heridas.

Anabelle se levantó como pudo y se fue al baño, tratando de no pisar los pedazos de vidrios rotos que estaban en el suelo, tarea muy difícil pues se había esparcido por todo el piso. Mientras caminaba podía oír a su madre quejándose sin parar. Esto no era nuevo, ella podía fácilmente mantener una conversación sobre el mismo tema toda una tarde sin ser interrumpida. A veces, paraba un momento para dedicarse a cualquier otra actividad, pero en el primer momento libre volvía con el mismo tema. Podía reírse, enojarse, dar consejos y hasta llorar, todo por sí misma; y así hasta encontrar un nuevo tema de conversación.

Llegando al baño, se lavó la cara, los dientes, se cepilló el cabello y secó las su piel cortada; por fortuna las heridas no eran profundas, pero a veces aquellas lesiones superficiales son las más dolorosas, pues están expuestas a todo lo que les rodea, y cualquier roce se convierte en un puñal.

Anabelle estiró su mano hacia la manija de la puerta, pero antes de salir se detuvo. Las lágrimas se acumularon en las esquinas de sus ojos, por más que intentó devolverlas estaban empeñadas en salir, dentro había un horrible ambiente de tristeza y dolor, era algo realmente insoportable y nadie evitaría que huyesen de ahí. Después de desahogar su alma, se dio ánimos para poder enfrentarse a lo que le esperaba, practicó una sonrisa en el espejo y empolvó su nariz para cubrir el enrojecimiento que le había causado el llanto, y así, salió. Lentamente se encaminó de vuelta a la cocina hasta que escuchó a su madre decir:

—¡Y espero que lleve puestos los zapatos! No me sorprendería que esto haya pasado porque anduvo descalza.

Al instante echó a correr a su habitación; buscó sus zapatos, se calzó y vistió con la ropa favorita de tu madre y, aunque hacía mucho calor, se arregló exactamente como a ella le gustaba; quizás al verla bien vestida podría perdonarla por arruinar su preciada vajilla.

—Aquí estoy madre.

—Vaya, vaya, al menos te peinaste y te vestiste. Pues no creas que eso te salvará jovencita, ¡estas castigada! Nada de postre y nada de salir a jugar. Ahora ve y siéntate, tengo que limpiar todo esto antes de hacer el desayuno.

—Pero... ya yo lo hice —dijo mientras tragaba las lágrimas con los ojos.

—Anabelle, escucha a tu madre, ven y come un pedazo de pan mientras esperas.

Decepcionada se sentó y comió, tomó un poco de jugo y se quedó mirando fijamente hacia la ventana; en parte porque quería evitar ver cómo su madre botaba a la basura todo su esfuerzo, y en parte porque soñaba con que algún día ella sería una gran cocinera y prepararía toda clase de postres y platillos exquisitos para deleitar a mucha gente... o al menos, a un rey y una reina

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ANABELLEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora