Cuatro días transcurrieron desde que compraron en el mercado hasta que llegaron al lago, hubieran llegado antes de no haber sido por la cantidad de veces que Anabelle quiso detenerse a admirar el paisaje o a probar una fruta nueva.
—Tienes tanta prisa que te estás perdiendo de la vida —le decía a la marmota cada vez que esta le exhortaba a continuar.
—Pensé que querías llegar al lago.
—El lago seguirá ahí cuando lleguemos, es el camino el que siempre cambia; si no lo aprecias ahora no lo podrás hacer nunca.
Sebastián se quedó mirándola un momento, observarla de esa manera se había vuelto una costumbre ahora que ella decía cosas que lo dejaban meditando con tanta frecuencia. Por mucho que le recordó a su hija en una época no podía evitar notar que ya no era una niña y que esa curiosidad y habilidad para analizar el mundo le habían dado un concepto propio de la vida.
—Estoy exagerando —pensó, después de todo, solo habían pasado unos pocos años desde que la vio indefensa y magullada llorando sobre un girasol.
Anabelle, por su lado, se limitaba a disfrutar cada momento del día. Desde hace un tiempo sentía que los minutos pasaban cada vez más rápido y que el tiempo se le escapaba de las manos. Realmente creía que haber aprendido mucho desde su salida de casa pero reconocía que aún muchas cosas le eran extrañas. Por otra parte, no tenía una fuente de enseñanza, por lo que le tocó tratar de aprender por ella misma, aunque se equivocara muchas veces en el intento.
Cuando llegaron al lago ella no pudo contener su alegría, salió corriendo tan rápido que tropezó y dio vueltas colina abajo, pero esto solo logró aumentar su emoción y felicidad ya que le encantaba sentir la grama al restregarse en ella. El sol brillaba suavemente en el cielo, dándole una claridad y un azul admirables; al mismo tiempo que vestía de escarcha la superficie del lago. Reflejos ondulantes centelleaba sobre los frondosos árboles que, posados su lado, le daban sombra. Pétalos de flores volaban de un lado a otro con el viento, bailando al compás de su característico silbido; este llegaba a los oídos de Anabelle susurrándole con un arrullo.
—¡Parece salido de un cuento! —comentó ella con excesivo deleite.
—Demasiado diría yo —contestó él con cierta sospecha.
Sin prestarle atención a su comentario, le hizo caminar de aquí para allá, indecisa de en cuál sitio recortarse a comer y descansar. Finalmente escogió la sombra de un árbol que estaba rodeado de flores de lavanda, su aroma le impregnaba el alma, llenándole los pulmones con su relajante perfume. Se sentaron a tomar leche con canela y comer bizcochos y, después de mucho hablar y comer, se quedaron dormidos.
La sensación de un aleteo cercano la despertó; sobresaltada se dio cuenta que ya había oscurecido. Todo estaba en silencio, mas no sentía miedo, el viento se escuchaba levemente en su paso por el pasto y todo el lugar parecía estar sumergido en un sueño profundo. Pequeñas luces centelleaban detrás de los arbustos; se levantó entonces para averiguar acercándose de a poco. Repentinamente un centenar de luciérnagas salieron volando de entre las hojas y revolotearon alrededor de ella. Eran tan brillantes como diminutas, cosa que le sorprendió bastante.
—¿No son algo pequeñas para estar en este bosque? —dijo, en parte para sí misma y en parte para las luciérnagas.
Alzó la vista y se dio cuenta de que, en realidad, todo se había encogido. A decir verdad, eran ahora de normales en comparación con ella, los árboles, las piedras, las flores; todo volvió a su tamaño "natural" y, por un momento, se sintió increíblemente grande. Fue corriendo a despertar a Sebastián para mostrarle este extraño acontecimiento pero él no estaba allí. Entonces escuchó algo; era el mismo silbido que la había cautivado una vez estando en casa, lo reconoció enseguida, a sus espaldas. Dio la vuelta y divisó a su antiguo compañero, colorido y plumífero, solo que ahora era un poco más grande que su puño. Extendió su mano hacia él y el pequeño parajito se posó sobre su palma. Sus plumas reflejaban la luz de la luna realzando sus vivos colores.
—Sigue cantando —le pidió ella en forma de ruego.
Y este le concedió su deseo entonando enseguida la hermosa melodía. Alzó vuelo dando vueltas alrededor de Anabelle que al igual que la última vez, comenzó a bailar junto a su nuevo amigo. Cerrando los ojos daba giros lentamente, como al ritmo de un vals; sentía la brisa suave moviéndole el cabello, dejaba que el olor de las flores la sumiera en su dulzura. Para cuando abrió los ojos estaba frente a frente con la luna. El reflejo de esta en el lago se asemejaba a una senda de luz que ascendía desde el agua. Con pasos pesados se acercó al inicio del camino y se vio a sí misma reflejada en el lago centelleante.
Lentamente su reflejo emergió del agua y comenzó a caminar por la senda de luz, de espaldas a ella. Estaba justo en el centro del lago cuando se volteó y le hizo señas con la mano para que la acompañara. Un frio viento soplaba por detrás de ella, erizándole la piel y el pelo. Dio un paso, luego otro y otro más, caminando despacio por sobre las aguas sin quitar la vista de aquel espectro que parecía su gemela. El ambiente a su alrededor se fue oscureciendo y el canto del ave se fue haciendo cada vez más lejano y débil hasta desaparecer por completo; dejándola con nada más que la luna como única compañía, poco a poco una nube la cubría, ocultándola y acortándole el camino. Hasta que no quedó nada. La luna se había ido, el lago también y, junto con ellos, Anabelle se desvaneció.
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ANABELLE
FantasyLa pequeña Anabelle vive en un mundo acogedor y sin contratiempos, pero pronto algo maravilloso le hará cuestionarse toda su vida y buscará la forma de salir de ella. ¿Le gustará lo que verá allí? ¿A qué peligros podrá enfrentarse? ¿Habrá valido la...