—¡Papá! ¿Papá dónde estás? Soy Ana. ¡¿Papá?!
Nadie respondió, la casa estaba vacía. No era su casa, pero era el último sitio donde recordaba haberlo visto, reunido con otros seis hombres más. El día que se enteró de que su padre era un militar, el mismo día que había comenzado su aventura fuera de casa y ahora recogía las miguitas intentando volver a ella.
—¿Hay alguien? —preguntó quedamente como última esperanza de hallar un ser viviente en aquel ambiente desolado.
—¿Hola? —Una gruesa voz respondió desde el portal de la cabaña— ¿Quién anda ahí?
Se asomó esperando que fuera su padre quien la recibiera, pero no fue así. Un hombre, mayor y de gran estatura, portador de un excelente bigote estaba parado a la puerta sosteniendo varios paquetes y cartas.
—Oh, disculpe que haya entrado en su casa así. Estoy buscando a mi...
—¿Anabelle?¿eres tú? Cómo has crecido —exclamó con gran asombro y un ligero tono de tristeza.
—¿Me conoce?
—¡Pero claro! Sería imposible olvidarte, aunque, por supuesto, te recordaba más pequeña. Yo... yo te vi hace mucho tiempo, justo ahí, temblando del frío —dijo mientras apuntaba hacia una ventana, la más cercana a una chimenea apagada, llena de cenizas y leña a medio quemar.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó luego de unos segundos de nostálgicos recuerdos.
—No lo he visto desde hace mucho. Le han asignado diferentes misiones por lo que ha estado ocupado.
—¿Sabes dónde está ahora?
—No, pero puedo llevarte al sitio donde quizá sí lo sepan.
El hombre dejó los paquetes en la mesa y se cambió los zapatos mientras Anabelle daba una última mirada a todo el lugar.
—Estuviste mucho tiempo fuera, Anabelle, las cosas han cambiado mucho por aquí —le dijo con tono pausado y pesaroso cuando iban a medio camino.
***
Pasado un tiempo llegaron a un pequeño prado, el pasto era de un verde tan claro que parecía estar seco. El viento lo hacía danzar de un lado a otro emulando los campos de trigo dorado. Numerosos uniformes se movían en todas direcciones, tiesa y rigurosamente, en contraste con el suave bamboleo de la vegetación. Anabelle intentó identificar a su padre entre la multitud, pero recordó que nunca lo había visto en uniforme. Trató entonces de reconocer su postura, su porte de vigilante, su mirada calculadora de protección continua. Lastimosamente, se dio cuenta de que muchos de los que estaban allí se paraban igual, miraban igual, caminaban igual. Y, nuevamente, le vino el temor de haberse quedado sin padre y de que viniese un reemplazo a intentar ocupar su lugar. Se tragó el nudo que se le formó en la garganta y continuó caminando lo más cerca posible de su guía.
Entraron en una tienda hecha por retazos de distintas telas de color oscuro. Un murmullo de voces se mezcló con el sonido de papeles siendo manipulados, mapas yacían enrollados sobre las sillas, extendidos sobre las mesas o clavados en una pizarra de corcho. El olor a monte cambió drásticamente al espeso humo del tabaco, que salía de la sombra de tupidos bigotes.
—Buenas noches mi teniente —las palabras salieron de su mostacho con la acostumbrada rigidez.
—Ahora no, cabo. Tenemos muchos pendientes por hacer.
—Me parece que esto merece su atención, señor.
—A menos que sea la niña de la marmota en persona, déjeme tranquilo —escupió tras buscar la mayor hipérbole que se le pudo ocurrir.
—Es precisamente eso, teniente. Ella está aquí.
El teniente lo miró por encima del cristal de sus anteojos con escepticismo, mas su mirada cambió de duda a asombro al divisar la pequeña figura de la muchacha junto a la del militar.
—Pero si es Anabelle —dijo con ahogada sorpresa poniéndose de pie—. Vaya que sí has cambiado mucho, pero reconocería esos ojos donde fuese. Has tenido los mismos ojos traviesos desde que eras una bebé.
Y a continuación soltó una risa jocosa que sorprendió a todos sus subalternos. El teniente pareció darse cuenta de esto, pues, de inmediato se aclaró la garganta y retomó su acostumbrada voz gruesa de alto mando.
—No se hable más. Llévenla con el comandante.
—Pero, señor; si me permite —interrumpió uno de los presentes, arrepintiéndose en seguida de su osadía—. Ella no está en condiciones para ir hasta allá, es solo una niña.
—¡¿Una niña?! ¿Acaso está ciego, soldado? Es joven, en efecto, pero no es una niña. Hay que saber reconocer cuando se está en presencia de una señorita —dijo tiernamente para después hacerle un guiño a Anabelle—. Por otro lado, estoy seguro que el comandante quisiera verla de inmediato, si enviamos a alguien a buscarlo sería una pérdida de tiempo. Está dicho, llévenle a Sathar.
***
Sathar por fuera no era más que una enorme pared de piedra, cuya entrada se hallaba escondida entre tantas salientes y protuberancias de la roca. Mas una vez dentro era un magnífico escondite de batalla, lleno de interminables pasillos entrelazados y un sinfín de cámaras y catacumbas. El movimiento adentro era bastante ajetreado, hombres y mujeres corrían de aquí para allá llevando comida, agua, sábanas y otras cosas necesarias. La iluminación constaba de una hilera de lámparas de gas distribuidas a lo lardo de las paredes, equidistantes unas de otras. La oscilación el fuego sobre las rocas salientes hacía parecer que estas cambiaban de forma constantemente, dándole a aquel lugar animación y vida.
Puede ser que más personas de las que ella creía la habían visto antes, o puede que el simple hecho de que una chica como ella estuviese allí, hacía implícita su identidad. El caso es que desde el mismo instante en que entraron ella y su acompañante todos la miraban sorprendidos, le abrían camino y cuchicheaban entre sí. Poco a poco fueron dándole paso, abandonando sus tareas y obligaciones. Quizá también podría ser su apariencia lo que dejaba a todos paralizados. Ciertamente ya no era una niña, sin embargo, tampoco era de gran altura; aun así, eran sus ojos los que resultaban cautivadores, y hasta intrigantes, a quien los mirase. ¿Qué había de diferente en ellos? Su color no era del todo común, pero tampoco lo suficientemente especial. A pesar de esto, su mirada provocaba sentimientos contradictorios. Por un lado, curiosa y observadora, hacía temblar al más fuerte, por el otro, y aunque su rostro había perdido la inocencia de la niñez, sus ojos conservaban ese brillo infantil, que de alguna manera provocaba un sentimiento de tibieza en el interior.
—Padre —dijo una voz calmada a las espaldas del comandante—, he vuelto. Lamento haberme tardado.
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ANABELLE
FantasiaLa pequeña Anabelle vive en un mundo acogedor y sin contratiempos, pero pronto algo maravilloso le hará cuestionarse toda su vida y buscará la forma de salir de ella. ¿Le gustará lo que verá allí? ¿A qué peligros podrá enfrentarse? ¿Habrá valido la...