Capítulo VII: La vista desde la cima del árbol.

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 El árbol tricolor era el sitio favorito de Anabelle; había trepado sus ramas desde pequeña, más de lo que ya era, y sus flores sirvieron muchas veces como corona de una preciosa princesa. Cada flor tenía dos pétalos azules, dos amarillos y dos rojos, que nunca se marchitaban. Su madre le había dicho que creció de una semilla de tomate que le regaló su abuelo y que venía de una huerta especial de tomates. La niña se pasó mucho tiempo coleccionando semillas de toda clase, separando las mejores y más grandes. Intentó con tomates rojos, amarillos, verdes, redondos, con forma de pera; y cuando se enteró que existían unos del tamaño de una cereza su emoción se hizo inmensa; trabajó muchos días sin descansar pero nunca logró obtener su propio árbol tricolor. Aun así, una tarde jugando entre sus ramas, descansando bajo su sombra o disfrutando del dulce aroma de sus flores mientras comía la merienda era, para ella, lo mejor del mundo, o al menos de su mundo.

Pocos días después del accidente de la cocina, Anabelle se pasaba las tardes jugando bajo el árbol, utilizando sus flores y hojas como ingredientes. Las enormes hojas verdes hacían una ensalada exquisita y cada día se inventaba un platillo diferente con cada color de la flor. Con el azul preparó un riquísimo pie de moras, con el rojo una torta de fresas digna de un rey y, justo ese día, planeaba deleitar con un estofado de pimientos amarillos.

—¡Muy buenos días damas y caballeros! Hoy no es un buen día para holgazanear, tenemos invitados especiales aquí en palacio y es hora de trabajar. El duque de Naranjas vino desde muy lejos con su prometida para pedir la bendición del rey y si esta cena no se da cómo debe ser toda la fiesta será un desastre.

Iba dando órdenes de aquí para allá, a la par que felicitaba, o amonestaba, a los empleados por sus labores.

—Pero bueno caballeros, cómo es posible que a estas alturas no estamos listos. No podemos hacer esperar al duque, y mucho menos a su prometida. ¿Acaso no saben que a una mujer no se le puede hacer esperar? Porque si no, le dolerá la cabeza toda la noche, o al menos eso es lo que dice mi mamá —dijo en tono más bajo como para sí—, sabrá ella qué habrá querido decir. De todas maneras camaradas, es nuestra labor hacer de esta cena algo para recordar, es por esta razón que he preparado todos mis mejores platillos, solo falta darle el toque final, una flor... de lo más alto del árbol.

Pronunció estas últimas palabras tan dramáticamente que uno podría pensar que se trataba de la anfitriona de un circo y no del jefe de cocineros de un palacio; y tras ellas comenzó la travesía de escalar las innumerables ramas del frondoso árbol, dispuesta a conseguir la mejor de las flores. Le fue difícil llegar hasta arriba pero después de algunos minutos logró conseguirlo.

—Vaya, mi casa se ve muy pequeña desde aquí.

Anabelle admiró un paisaje por un tiempo, nunca había llegado tan alto antes, desde allí podía ver toda la aldea que su padre cuidaba. Miró hacia abajo y vio el hermoso jardín que rodeaba su casa, donde, como siempre, estaba su madre trabajando. Alzó sus ojos un poco más y pudo ver a su padre a lo lejos cargando dos cubetas de agua, una en cada mano. Se quedó mirándolo durante un tiempo hasta que lo perdió de vista, pocos segundos pasaron hasta que lo volvió a ver, ahora con las cubetas vacías, dirigiéndose a la parte de atrás de su casa. Estiró su cuello lo más que pudo para poder ver qué hacía pero no lo logró. Dirigió su vista ahora hacia la aldea, y trató de reconocer las casas desde allí para saber su respectivo dueño. Fue entonces cuando vio que su padre no era el único transportando cubetas; en todas direcciones iban y venían hombres de mediana edad, intentó buscar sus rostros para saber quiénes eran, pero estaban muy lejos y ella muy arriba. Siempre regresaban cada uno a sus casa y a los pocos segundos regresaban su camino con su carga. Eran doce en total cuando los terminó de contar, y por un momento Anabelle creyó que imitaban las divisiones de un reloj.

—¿Es esto lo que hacen todas las tardes?

Hasta ahora todo lo que sabía de su progenitor es que salía a proteger el pequeño mundo donde vivían, y siempre pensó que debía ser el mejor haciéndolo pues nada malo ocurría nunca. A veces, deseaba que algo pasara, nada grave, solo lo suficiente para que la vida en la aldea tuviera una ligera sacudida. Muchos días pasaban en los que Anabelle vagaba alrededor de su hogar, los pocos trabajos que su madre le permitía realizar estaban listos antes del almuerzo y por mucho que inventara nuevas formas de pasar el rato, siempre terminaba aburrida, mirando el caer de las hojas hasta la hora de la cena. Así que esta costumbre de su padre, y de los otros once, le resultaba interesante y había despertado su curiosidad.

—¡Anabelle! ¿Anabelle, dónde estás? —la llamó su madre para la merienda.

Las horas habían pasado sin que ella se diera cuenta. Cuidadosamente bajo del árbol y se encontró con un sinfín de hojas y pétalos amontonados y picados que hace un momento había sido un gran banquete.

—¡Bah! —dijo despreocupadamente— el duque puede esperar.

Esa noche la curiosidad y la intriga por el ir y venir de su padre no la dejaban dormir, aunque diera vueltas en su cama buscando la mejor y más cómoda posición no lograba conciliar el sueño. Se sentó un rato a la orilla de la cama y miró por la ventana, todo estaba en silencio, ni un sonido, ni un movimiento. Y de la nada, vio una oscura silueta moverse fuera de su ventana, alejándose cada vez más. Rápidamente y sin pensarlo, se calzó y salió al encuentro de esta misteriosa figura. Pasó por la puerta de atrás y con pasos cortos y apresurados caminaba agachando la cabeza. A lo lejos distinguió claramente el cuerpo de su padre con una de sus cubetas caminando sigilosamente entre la noche. Anabelle lo seguía con cierta distancia, tratando de esconderse detrás de los árboles cada que pudiese.

En el ambiente no había más que el sonido de sus pisadas y de su respiración, la cual trataba de contener para que no se notara su presencia. Toda clase de cosas pasaban por su cabeza, la mayoría dirigidas hacia el por qué su padre continuaría su trabajo a esa hora, y por qué una cubeta en lugar de dos. Miró hacia atrás y ya no podía ver su casa, solo veía la copa del árbol tricolor que poco a poco fue desapareciendo... junto con su suerte; porque al descuidarse de dónde pisaba hizo crujir una rama que estaba en el suelo. El sonido retumbó en los oídos de Anabelle y, como el eco, se repetía en la lejanía. Paralizada de pies a cabeza, tenía miedo de que si intentaba escapar solo conseguiría hacer más ruido. Una mano se posó en su hombro y el sentir de una fuerte mirada en su nuca le hacía temblar las rodillas. Giró la cabeza y alzando sus ojos vio la cara de su padre como nunca la había visto antes. La expresión de su rostro, llena de enojo, penetraba en su alma y su mirada, repleta de ira, era como fuego que quemaba muy adentro.

Sin necesidad de decir una palabra, su padre la tomó del brazo y la llevó a casa, dejando la cubeta en el suelo. Cuando llegaron, la llevó a su habitación, la acostó en su cama, le besó la frente y sin más se fue, dejándola con más dudas de as que ya tenía.

Pero si algo es seguro, esa expresión nunca abandonaría la memoria de Anabelle.

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