Capítulo VII: La ciudad de los grilletes

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Habían pasado ya tres días desde que la brigada emprendiera el camino de vuelta a la Academia. Tres días, y Cayn todavía sentía el peso del remordimiento como una enorme losa sobre sus espaldas.

El ladrón de dragones vuelve a las andadas, se reprochó a sí mismo mientras, a la luz mortecina del atardecer otoñal, se preparaba para aterrizar junto a sus compañeros y montar el campamento en el que pasarían aquella noche.

Había sido una estupidez que podría haberle salido muy cara si le hubiesen descubierto con las manos en la masa. Cayn había creído que aquel riesgo era lo más pesado con lo que tendría que cargar; nunca hubiera imaginado que la culpabilidad y, sobre todo, la consciencia de que su vida pasada de crimen y trapicheo tal vez no estuviese tan lejos como él creía, pudieran resultar tan sofocantes.

Pero tanto Adrian como él necesitaban el dinero, y mucho más ahora que prácticamente todas sus pertenencias se habían reducido a cenizas. Con aquel pensamiento —que más parecía una excusa— en mente, bajó de Eone y se dispuso a quitarle la silla y el resto de guarniciones. Valkiria no tardó en venir a comunicarle las tareas que le tocaba hacer, a lo que asintió distraído.

Le dio un par de palmaditas a su dragona y caminó a zancadas alejándose del grupo, no sin antes asegurarse de que las alforjas estaban bien escondidas. Al verle pasar, Adrian trotó hasta alcanzarle.

—Eh, Cayn. Pareces un alma en pena, anímate. —Se acercó más a él y bajó la voz—. ¿Estás nervioso por lo de esta noche?

—Sí —mintió el rubio con desgana. Contarle a Adrian sobre sus dilemas morales sería como hablar con un muro. Un muro bohemio y despreocupado, además. Aunque ahora que se paraba a pensarlo, también estaba nervioso, muy nervioso. Era solo que la culpa le había inundado por dentro, asfixiando cualquier otro pensamiento como si no existiera. Era como una nevada gruesa y cuajada: uno estaba seguro de que había suelo, rocas y plantas bajo ella, pero no podía verlas ni tocarlas. Ni sentirlas. Pareciera que solo estaba aquella blancura omnipresente.

—Chico, si tú no te conoces cómo funciona esa ciudad, ya me dirás quién lo hace. Todo saldrá bien —aseguró Adrian, dándole una palmada en la espalda. Ante la falta de reacción por parte de Cayn, el pelirrojo siguió hablando—. ¿Vas a recoger leña? Te acompaño. Valkiria me ha dicho que puedo hacer lo que quiera mientras no moleste. A ti no te molesto, ¿no?—Se encogió de hombros y miró a su alrededor. Al no ver a nadie cerca, se inclinó hacia su compañero y murmuró—: Además, así podemos ir planeando nuestro golpe maestro.

—El golpe ya está dado, Adrian —suspiró Cayn—. Solo queda vender el huevo; no creo que sea muy difícil.

—Sí, pero no me has contado mucho sobre Ibela.

—Te he contado todo lo que necesitabas saber. No te gustaría oír el resto.

—¿Estás seguro? Hay algunas cosas que podrían interesarme... —ronroneó Adrian. Cayn sabía a dónde quería ir a parar, pero no entendía por qué le daba tantas vueltas al asunto—. Por ejemplo, si le hace honor a su título. La ciudad de los grilletes. Es un mote bastante siniestro.

—Si quieres que te hable de... del negocio, puedes decírmelo sin rodeos, ya lo sabes —le tranquilizó Cayn, sintiendo a la vez una punzada de compasión y un pellizco de preocupación—. De todos modos, no creo que encuentres nada allí.

Adrian no respondió, pero fijó sus ojos grises en los azules del chico. Cayn podía ver el interés reflejado en su mirada. ¿De verdad es buena idea llevarle a Ibela?, se preguntó, cada vez más seguro de que lo único que le buscaría el joven eran problemas. Pero tenía que ir acompañado; de lo contrario, sería una presa demasiado fácil. Y no podía confiar en nadie más que en Adrian, dado lo turbio del asunto.

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora