Con el corazón latiendo a un ritmo vertiginoso, Cayn galopó hasta la entrada del local y pasó junto al guardia, que agitaba el puño en el aire en dirección al interior de la taberna.
—Guiso de cordero —le dijo al hombretón con una sonrisilla de disculpa.
La taberna le recibió con una bofetada de aire cálido cargado del hediondo olor del sudor concentrado, el perfume barato empalagoso y el regüeldo ya macerado. En una de las esquinas habían apilado varias sillas y mesas para dejar espacio a una tarima de madera sobre la cual estaban de pie varias niñas vestidas de colores llamativos y una mujer con la cara pintarrajeada ya entrada en edad. La chiquilla que estaba cantando era alta y esbelta, con largos rizos rojos atrapados en un elaborado recogido. Cayn calculó que tendría once o doce años como mucho. Un mal presentimiento le heló el cuerpo. Empezó a buscar a Adrian con la mirada.
La niña acabó su canción y la vieja prostituta se acercó a limpiarle la cara con un pañuelo y a acariciarle el hombro mientras le susurraba algo al oído.
—¿Habéis visto? —dijo después dirigiéndose al nutrido público que se había reunido al pie de la tarima—. Un voz como la de los ángeles. Y repito: sabe cocinar, limpiar, leer y escribir, hacer cuentas básicas y además domina varios instrumentos y tiene talento para aprender a tocar más.
—¿Sabe tocar otras cosas tan bien como tú, Marian? —rio un hombre desde la barra.
La mujer le dedicó una sonrisa de raposa al tiempo que acariciaba el pomo del látigo de esclavista que llevaba a la cintura. Era un objeto más bien simbólico, con varias colas que acababan en puntas de metal esmaltado en diferentes colores. Se notaba a la legua que no había sido fabricado para hendir la piel de nadie.
—Sabe lo fundamental. Solo necesita un poco de práctica.
Para entonces Cayn ya había encontrado a Adrian y estaba sujetándolo como mejor podía para que no se lanzara a coser a navajazos a todos los presentes. Un par de jóvenes caballeros que se encontraban a su lado empezaron a alejarse poco a poco de ellos.
—Adrian, cálmate un poco, por favor —le susurró, poniéndose más nervioso a cada momento—. Mira, lo entiendo. Pero párate a pensar. Por favor.
—Ya lo he pensado. Dame el dinero.
Cayn se quedó quieto unos instantes, sin reaccionar. El dinero. Sabía que debería dárselo, que tenía que hacerlo porque lo demandaba la decencia, pero no quería perderlo de de vista tan pronto, tan rápido, ni siquiera por una razón como aquella.
—Que me des el dinero ya, Cayn —bramó. Una fina lluvia de saliva cayó sobre el chico, que se preocupaba más por que nadie hubiera oído a Adrian decir su nombre que por que este le estuviera rugiendo a la cara como un oso enfurecido. A su alrededor ya se oían pequeñas sumas de dinero provenientes de distintos puntos de la multitud, pero ninguno de los pujantes parecía realmente interesado en la niña de cabellos anaranjados.
—No —respondió al final, aunque con menos firmeza de la que había pretendido. Para compensar, endureció el agarre que mantenía sobre el brazo de su compañero—. Déjame a mí. Tú no estás en condiciones de ganar esto. —El pelirrojo frunció el ceño y forcejeó para librarse de Cayn—. En serio, déjame a mí. ¿Quieres liberar a tu hermana o no?
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El ladrón de dragones
FantasíaCayn no es más que un ladrón hasta que la vida le pone delante el botín más valioso que pueda imaginar: un huevo de dragón. A cientos de leguas de distancia, el príncipe Arskel, heredero del trono de las Islas de la Serpiente, es exiliado y despoj...