Pasado

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-¿Quien era?-Preguntó mi madre.

-Nadie, mamá-Respondí, automática-Creo que se han equivocado.

No sé porqué preguntaba. Seguro que mi madre también lo había reconocido.

-Vaya, por tanto, decía que era para ti...

Me entraron muchas ganas de vomitar de repente y me fui a la habitación, sin responder.

Leo estaba sentado en la cama.

-¿Qué haces aquí?-Me senté junto a él.

-Era Adrien, ¿A que sí?

Yo suspiré y me eché hacia atrás, chocando mi columna vertebral contra el colchón.

-¿Cómo lo sabes?

-Raquelle, te conozco desde que nací.

-¿Estás seguro de que solo tienes once años?-Le pregunté, seriamente. Hablaba con una madurez y un vocabulario totalmente impropio de su edad.

-Eso creo.

Yo volví a suspirar aún más largamente.

-Creí que ya lo tenías superado.

-Lo tengo superado. Muy superado.

-Yo no diría lo mismo, si ni siquiera has podido seguir hablando. Ni hilar dos palabras seguidas.

-Es...El recuerdo...-Musité-Me ha pillado por sorpresa.

-No te culpo. Era un chaval encantador.

-Encantadoramente cabronazo-Espeté.

-No le dejaste explicarse. Tienes una pesada manía de dar muchas cosas por sentado.

-Oh, sí que se explicó. Su silencio durante casi un año se explicó perfectamente.

Leo me miró largamente y se levantó.

-El caso es que ahora tienes un asunto más pendiente. Piénsate bien lo que vas a hacer.

Me levanté y corrí a abrazar con fuerza a mi hermano. Le di un sonoro beso en la frente.

-Muchas gracias, peque.

-Qué pesada eres, déjame-Me dijo, intentando deshacerse de mi abrazo.

Leo se fue y me dejó sola con mis pensamientos.

No quería recordar. No quería hacerlo. Era mentira que con Dan había pasado los mejores momentos de aquellos veranos en Nantes. Los había pasado con aquel chaval de grandes ojos verdes enmarcados por largas pestañas rubias. El verano del año pasado.

Con un chico llamado Adrien.

Que el uno de septiembre me llenó de tiernas promesas que ni se dignó a cumplir.

Me entraron ganas de romper cualquier cosa de repente. En honor a esas promesas que cayeron en el olvido. A esos mensajes que nunca llegaron o esas llamadas que nunca recibí.

Haría más de un año ya, de aquel cuatro de julio o algo así que me lo encontré en el mercadillo. Por aquel entonces, yo solo iba una vez a la semana, dos como mucho, a bichear por allí, y por supuesto, no me levantaba tan temprano.

Había un chico que siempre compraba el pan en el puesto de mi tía, a la misma hora. Siempre lo veía, cuando yo iba, claro.

Era guapísimo, y no mayor que yo. Tampoco era demasiado alto, pero tenía un porte elegante. Algo que le distinguía.

Fideos al Horno- #Wattys2017Donde viven las historias. Descúbrelo ahora