CAPÍTULO 1

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El invierno se había desbocado implacable.

Era julio en la comarca serrana, con sus largas noches saturadas de aroma a madera quemada y guisos sobre el fogón que desbordaban los muros de los hogares familiares.
Caminó sin prisa haciendo crujir el pasto escarchado bajo la suela de sus botas de cuero engrasado. Estaba decidido a mezclarse entre los curiosos que acechaban detrás de la cinta amarilla sin llamar la atención. Una figura más entre las decenas de mirones que intentaban descubrir qué, cómo y, sobretodo, por qué. Nada en su aspecto lo hacía sobresalir, sabía cómo mimetizarse, y en el conjunto de personas que se aglomeraban en esa calle oscura, podía pasar desapercibido.

El viento gruñía entre las ramas de los añejos pinos y el aire helado de las sierras se clavaba en la piel de los rostros desfigurados por las luces de los vehículos de emergencia. A nadie parecía importarle, demasiado sorprendidos, demasiado asqueados, demasiado aterrados para preocuparse por algo tan cotidiano como el frío. En un abrir y cerrar de ojos, la quimera de la tranquilidad y la seguridad había desaparecido para dar lugar a la cruda vida real. La pacífica noche serrana había sido despojada sin piedad de su esencia cuando la muerte, en su forma más brutal, irrumpiera fulminante y sin previo aviso.

La cabaña de troncos y piedra era una de las tantas que se alquilaban por día a los privilegiados turistas que visitaban la localidad. Enmarcada por el paisaje agreste del bosque, se alzaba impasible ante el despliegue de las fuerzas de seguridad que se movían como espectros desorientados. Nada había en su entorno que pudiese augurar un desenlace fatal. Nada lograba evidenciar cual era la trascendencia del acontecimiento que se ocultaba dentro del cálido ambiente interior.

La mujer no era demasiado joven. Tenía justo la edad en la que las mujeres dejan de sentirse vulnerable y bajan la guardia. La edad en la que creen que ya están por encima de cualquier amenaza o prefieren tomar riegos antes que enfrentarse al aburrimiento o a la soledad. Esa, en particular, había cometido un error y lo había pagado excesivamente caro.

La ropa y las joyas evidenciaban una situación económica por encima de la media y la presencia de ambas descartaba, por lo menos, los móviles del robo y de la violación. No había signos de lucha ni en el cuerpo ni en la habitación, la violencia había sido concisa y certera. Tan solo la garganta seccionada por un corte brutal, dejando apenas un pequeño pedazo sanguinolento de músculo como ligadura entre la cabeza y el torso, los huesos de la columna al descubierto. Pero había sangre, demasiada sangre.

El olor a muerte impregnaba cada centímetro de la estancia provocando náuseas en los efectivos más inexpertos. Un par de novatos habían tenido que salir deprisa a tomar aire por miedo a estropear la escena del crimen con sus propios fluidos estomacales. La mujer estaba caída, boca arriba, en medio de la sala. Los ojos abiertos, desorbitados por la sorpresa de sentir que la vida se le escapaba sin mediar explicación. La sangre oscura y espesa se esparcía en un gran charco alrededor de la víctima creando un macabro círculo final.

Ella no había puesto resistencia a su abrazo ¿Por qué habría de hacerlo? Ni siquiera sospechaba que él había presentido su traición. La había abrazado, por la espalda, suave, sensual, como tantas otras veces mientras miraban el fulgor de la luna creciente a través de las ventanas. Había dejado que el aroma dulce y exótico de su perfume avasallara sus sentidos mientras besaba suavemente su delicado cuello. Esperó a sentirla entregarse a sus caricias y cerrar los ojos anticipando los placeres que proseguían a las preliminares y no había dudado en hundir la hoja afilada bajo la blanca curva de su mentón. Podía describir, mejor que el forense, como el cuchillo había entrado en la carne cortando la piel y todos los demás tejidos con la misma facilidad que lo haría en un trozo de carne asada. Como la sangre caliente saltaba de las arterias seccionadas al ritmo de las pulsaciones del corazón mientras éste continuó latiendo. Como el cuerpo se sacudió en sus últimas convulsiones entre sus brazos antes de caer inerte al impecable suelo de cerámicas frías.

No necesitaba entrar para saber exactamente como se veía la escena, ni donde encontraría la policía las llaves y los documentos. También conocía con precisión el monto de dinero que había en el bolso de la víctima y el resto de su contenido. Además, sabía que números y que mensajes eran los últimos que figuraban en el celular. Por descontado, nada de eso lo complicarían. Había tomado medidas extremas para asegurarse que nada pudiera delatarlo, que ni siquiera un pequeño detalle pudiera señalarlo como un posible implicado en la situación. Aún más, esa noche, él ni siquiera estaba allí. Se encontraba a cientos de kilómetros y un centenar de personas podían dar fe de eso.

Esperó para ver salir la camilla con el cuerpo amortajado. Los bomberos se movían con decisión pero sin prisa, después de todo, nada podían hacer ya por la mujer mutilada. Los murmullos de la multitud cesaron de pronto como si alguien los hubiera incitado a un inútil minuto de silencio en homenaje a la difunta. Fue más una repentina incapacidad de decir algo que borrase la atroz realidad que los noqueaba que el deseo de ser respetuosos. Por un breve lapso de tiempo, cada individuo se dedicó a intentar traducir los sentimientos y las emociones que la escena les despertaba en algo con lo que pudieran convivir de ahí en más. Su realidad había dado un vuelco irreversible y necesitaban enterrar los miedos bajo varias capas de inconsciencia antes de seguir creyendo en el espejismo de una vida ajena a la brutalidad.

Para él era diferente, conocía todas las respuestas y tenía la certeza de haber actuado conforme a su necesidad. Su realidad estaba ahora más estable y segura que algunas horas atrás.

Su misión estaba terminada y ya podía volver a su rutina habitual.


EL INFIERNO DE EVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora