CAPÍTULO 3

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La lluvia no se hizo esperar.

Comenzó a caer en forma de chispas finas y volátiles que humedecían lentamente todo el paisaje. Mientras el automóvil avanzaba con cuidado por las calles abarrotadas de viernes por la noche, las pequeñas gotas iban tomando coraje para convertirse en algo más.
Tomar café había sido un eufemismo. Lautaro la había llevado a uno de esos bares con grandes ventanales sobre la vereda, mesas de madera rústica y aroma de café expreso y tostadas. Sin preguntarle pidió dos vasos de whisky en las rocas y por algún motivo ella no se atrevió a contradecirlo. El líquido ámbar se deslizó fácilmente a pesar de su nerviosismo y dejó a su paso un agradable calor en su rostro y deseos de contar más cosas que las convenientes. Él lo había notado y no dejó pasar la oportunidad para preguntarle por su pasado. Fue así como se encontró hablando de su infancia de hija única, la muerte prematura de su padre cuando ella tenía catorce años y la larga enfermedad terminal de su madre que hizo que tuviera que dejar la universidad para mantenerlas a ambas.

Él no había hablado demasiado, ni siquiera una vez que habían vuelto al coche. Parecía absorto en sus propios pensamientos y como ella ya había parloteado más de la cuenta prefirió mantenerse callada.

Volvió su atención hacia el exterior. Por lo visto, no iba a ser un tranquilo aguacero otoñal. El viento cada vez soplaba más fuerte y no muy lejos comenzaban a verse los primeros flashes que anticipaban una furiosa tormenta como las del verano, con violentos torbellinos, descargas eléctricas y explosivos truenos. Eva suspiró resignada mientras miraba a través del vidrio empañado. Eran esas las noches que odiaba. Eran esas las que la habían llevado a pensar que, tal vez, el dicho no fuera real y más valía mal acompañada que sola. Sabía que la esperaban horas de insomnio, dando vueltas en la cama y estremeciéndose de terror ante cada estallido de luz y su inevitable estruendo posterior, intentando anticiparse a la ráfaga que iba a conseguir definitivamente, arrancar el techo de su frágil vivienda.

Sumida en sus cavilaciones, no se percató cuando comenzó a pensar en voz alta.

- ¡Qué lástima! Si tuviera algo en la heladera te invitaría a cenar...

No podía creer que lo había dicho pero ya era demasiado tarde para retractarse. Él la miró de soslayo y sonrió divertido.

- Bueno, si no soy yo el que tiene que cocinar, podemos cenar en casa.

Estaba hablando en serio y ella no sabía cómo reaccionar. Una cosa era el espacio neutral de un bar y otra, muy diferente, era meterse de cabeza en territorio enemigo. Pero la idea había sido suya y no podía dar marcha atrás sin quedar como una pusilánime.

- Mientras no pretendas nada demasiado elaborado puedo cocinar yo – comentó titubeante.

Él se giró para observarla, intentando descifrar si hablaba en serio. Un brillo fugaz iluminó sus ojos antes de volver a concentrarse en el tránsito.

- Es un trato – sentenció categórico.

Tuvo más de media hora para meditar sobre las posibles consecuencias de su temeridad antes que los barrios de viviendas bajas dejaran paso a las grandes casas quintas. Lautaro la llevó por calles estrechas, oscuras y arboladas hasta un gran portón que se abrió automáticamente.

- ¡Vaya! ¡Qué caserón! – su sorpresa fue totalmente genuina – Debe costarte una fortuna mantenerlo para venir solo un par de semanas al año.

Lautaro se encogió de hombros.

- No es mío, lo alquilo por el tiempo que estoy acá – respondió distraído mientras observaba por el retrovisor como se cerraba el portón -. Mi estilo nómada me impide tener propiedades. No podría encargarme de ellas.

EL INFIERNO DE EVADonde viven las historias. Descúbrelo ahora