Segundo círculo: Los Lujuriosos

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La odié por darme pesadillas durante toda mi adolescencia. Pero creo que la odié aun más por los sueños húmedos que me inspiró.

Yo era episcopal, lo cual es básicamente católico light (el mismo gran dogma pero ahora con menos reglas) y la escuela no era de ninguna religión en particular. Pero eso no detenía a Ms. Price. Algunas veces empezaba su clase de Biblia preguntando, "¿Hay algún católico en el salón?" Habiendo visto que nadie contestaba, la tomaba contra los católicos y episcopales, contándonos sobre como ellos malinterpretaban la Biblia y adoraban ídolos falsos al dirigir sus rezos al Papa y a la Virgen María. Yo me sentaba ahí, callado y rechazado, sin poder decidir si culparla a ella o a mis padres por educarme como un episcopal.

Aún más humillación personal tenía lugar durante las reuniones de los viernes, cuando los oradores invitados hablaban sobre como habían vivido como prostitutas, drogadictos y practicantes de magia negra hasta que encontraron a Dios, escogieron Su camino justo y nacieron de nuevo. Era como una reunión de Satanistas Anónimos. Una vez que terminaban, todos se inclinaban en oración. Si había alguien que no hubiera nacido de nuevo, el frustrado pastor le pedía que subiera al escenario para tomarse de las manos y salvar su alma. Todas las veces yo sabía que debía haber subido, pero estaba demasiado petrificado para pararme en el escenario enfrente de toda la escuela y demasiado avergonzado para admitir que estaba moralmente, espiritualmente y religiosamente debajo de todos los demás.

El único lugar en que sobresalía era en la pista de patinaje sobre ruedas, pero incluso eso pronto se vio inexplicablemente ligado al Apocalipsis. Mi sueño era convertirme en un campeón del patinaje sobre ruedas, y para ese fin convencí a mis padres de gastar el dinero que habían ahorrado para una escapada de fin de semana en unos patines profesionales que costaron mas de cuatrocientos dólares. Mi pareja regular de patinaje era Lisa, una chica enfermiza eternamente congestionada pero sin embargo uno de mis primeros amores. Ella venía de una estricta familia religiosa. Su madre era la secretaria del Reverendo Ernest Angley, uno de los más notables sanadores televangelistas de la época. Nuestras pseudocitas después de las prácticas de patinaje usualmente comenzaban preparando "suicidios" en la fuente de sodas de la pista de patinaje –descoloridas combinaciones de Coca Cola, 7up, Sunkist y cerveza de raíz- y terminaban con un viaje a la ultraopulenta iglesia del Reverendo Angley. 

El Reverendo era una de las personas más atemorizantes que había conocido: sus dientes perfectamente derechos brillaban como azulejos, un peluquín descansaba colocado sobre su cabeza como un sombrero de cabello mojado del que se queda atrapado en el desagüe de la tina de baño y siempre usaba un traje azul claro con una corbata verde menta. Todo en él apestaba a falsedad, desde su apariencia plástica súper pulida hasta su nombre, el cual se suponía evocara la frase earnest angel (ángel diligente).

Cada semana, llamaba al escenario a una gran variedad de gente minusválida y supuestamente los curaba frente a millones de televidentes. Apuntaba su dedo a la oreja de un sordo o al ojo de un ciego, gritando "salgan espíritus malignos" o "say baby," y después agitaba su dedo hasta que la persona se desmayaba. Sus sermones eran similares a los de la escuela, con el Reverendo pintando el inminente Apocalipsis en todo su horror –excepto que aquí había gente gritando, desmayándose y hablando en lenguas a mi alrededor. En una parte del servicio, todos arrojaban dinero al escenario. Llovía cientos de cuartos, dólares de plata y billetes arrugados mientras el Reverendo continuaba testificando sobre el firmamento y la furia. A lo largo de las paredes de la iglesia había litografías numeradas que él vendía representando macabras escenas como los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgando a través de un pueblo pequeño no muy diferente de Canton durante la puesta de sol, dejando detrás un camino de gargantas cortadas.

Los servicios duraban de tres a cinco horas, y si me quedaba dormido, me regañaban y me llevaban a un cuarto separado donde daban seminarios especiales a los jóvenes. Aquí, nos advertían a mí y a otra docena mas de chicos sobre sexo, drogas, rock y el mundo material hasta que estábamos listos para vomitar. Era como un lavado de cerebro: estábamos cansados y no nos daban comida a propósito para que estuviéramos hambrientos y vulnerables.

Larga y Dura Huida del InfiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora