La primera vez que noté que algo andaba mal con nuestra familia fue cuando tenía seis años y mi padre me compró un libro acerca de una jirafa que había sido personalizado para que yo fuera un personaje de la historia, participando en las aventuras del animal. El único problema es que mi nombre estaba escrito Brain (cerebro) en todo el libro, lo cual provocaba una perturbadora imagen de una jirafa con un cerebro colgando de su lomo. No creo que mi padre se halla dado cuenta nunca del error –y supuestamente él había escogido mi nombre. Eso era emblemático de la forma en que siempre me había tratado, la cual es que nunca me había tratado para nada. A él no le importaba y nunca estuvo ahí. Si quería su atención, generalmente me la daba con un cinturón doblado para hacer ruido al tocar mi trasero. Cuando llegaba a casa del trabajo y yo estaba jugando Colecovision o dibujando, él siempre encontraba una excusa, como podar el césped o llenar la lavadora de trastes, para echármelo a perder. Pronto aprendí a fingir estar ocupado y ser responsable cuando el aparecía, aún cuando no había nada que hacer. Mi madre siempre había disculpado sus explosiones violentas como parte del desorden nervioso postraumático de la guerra de Vietnam que también lo hacía despertar a mitad de la noche gritando y rompiendo cosas. De adolescente, siempre que yo traía amigos a la casa, él les preguntaba,
“¿Alguna vez han chupado un pene más dulce que el mío?” Era una pregunta capciosa porque, aunque dijeran si o no, de todas formas terminaban con su pene en la boca, al menos en el sentido cómico de la pregunta. Ocasionalmente, mi padre prometía llevarme a pasear, pero siempre surgía algo mas importante en el trabajo. Sólo en pocas ocasiones memorables hicimos algo juntos. Usualmente me llevaba en su motocicleta a una mina de carbón cerca de nuestra casa, donde, usando un rifle que había tomado del cadáver de un soldado vietnamita, me enseñaba como disparar. Heredé la buena puntería de mi padre, la cual me sirvió bien tanto para disparar pistolas de aire contra los animales como para lanzar rocas a los policías. También heredé un mal temperamento que explota a la menor provocación, una ambición testaruda que sólo puede ser detenida con balas, un extraño sentido del humor, un insaciable apetito de senos y un ritmo cardiaco irregular, el cual sólo ha empeorado por ingerir demasiadas drogas. Aunque tenía mucho en común con mi padre, nunca quise admitirlo. La mayor parte de mi infancia y adolescencia la pasé con temor hacia él. Él constantemente me amenazaba con echarme de la casa y nunca fallaba en recordarme que yo no servía para nada y que nunca lograría nada. Así que fui un niño de mamá, consentido por ella y desagradecido. Para asegurarse de que me mantuviera más cerca de ella de lo que ya estaba, mi madre trataba de convencerme de que estaba más enfermo de lo que en realidad estaba para que pudiera mantenerme en casa y cuidar se mí. Cuando me empezó a salir acné, mi madre me dijo que era una reacción alérgica a la clara de huevo, y por largo tiempo le creí. Ella quería que fuera igual que ella, que dependiera de ella, que nunca la dejara. Cuando finalmente lo hice a los veintidós años, ella se sentaba en mi cuarto todos lo días y lloraba hasta que un día creyó ver la silueta de Jesús sobre la puerta. Tomando esa visión como una señal de que yo estaba siendo cuidado, dejó de lamentarse y empezó a cuidar como mascotas a las ratas que se supone debían ser alimento para mi serpiente. En su propio modo sobreprotector, me remplazó con la rata más enfermiza, la cual llamó Marilyn, y no sólo le dio respiración de boca a boca a la rata, sino que ahora la tiene en una cámara de oxígeno torpemente construida de plástico transparente para envolver para prolongar su vida. Cuando eres niño, aceptas todo lo que sucede en tu familia como normal. Pero cuando llega la pubertad, el péndulo gira en la dirección contraria, y la aceptación se convierte en resentimiento. En el noveno grado, empecé a sentirme más solo y frustrado sexualmente. Solía sentarme en mi pupitre en clase con una navaja de bolsillo, haciendo cortadas por todo mi antebrazo. (Aún tengo docenas de cicatrices debajo de mis tatuajes.) En general, no me importaba salir bien en la escuela. La mayor parte de mi educación tuvo lugar después de clases, cuando escapaba a un mundo de fantasía –inmerso en juegos de rol, leyendo libros como la biografía de Jim Morrison, No One Here Gets Out Alive, escribiendo macabros poemas e historias cortas, y escuchando discos. Comencé a apreciar la música como una cura universal, la entrada a un lugar donde podía ser aceptado, un lugar sin reglas y sin prejuicios. La persona que tuvo que soportar la peor parte de mi frustración fue mi madre. Tal vez mis explosiones contra ella eran algo más que había heredado de mi padre. Por algún tiempo, mis padres tuvieron violentas peleas a gritos porque mi padre sospechaba que ella le era infiel con un ex policía que se había vuelto investigador privado. Mi padre siempre había sido desconfiado por naturaleza y nunca pudo deshacerse de sus celos incluso por el primer novio de mi madre, Dick Reed, un tipo escuálido cuyo trasero había pateado mi padre el día que conoció a mi madre a la edad de quince años. Una de sus peleas más escandalosas tuvo lugar después que mi padre revisó su bolso, sacó una toalla sucia y exigió una explicación. Nunca supe que era lo sospechoso acerca de esa toalla –si era porque provenía de un hotel extraño o porque había sido usada para limpiar semen. Recuerdo que el investigador en cuestión había venido a la casa algunas veces trayendo metralletas y revistas Soldier of Fortune, las cuales me impresionaban porque aún estaba interesado en una carrera en el espionaje. Sin embargo, el odio y la rabia son infecciosos, y pronto empecé a sentir resentimiento por mi madre porque pensé que ella estaba terminando con su matrimonio. Solía sentarme en mi cama y llorar pensando en lo que pasaría si mis padres se separaran. Temía tener que escoger a uno de los dos y, como tenía miedo de m padre, terminar mudándome y viviendo en la pobreza con mi madre. En mi cuarto con mis posters de KISS, mis dibujos y mis discos de rock, también tenía una colección de botellas de vidrio colonia Avon que mi abuela me había dado. Cada una tenía la forma de un auto diferente, y creo que fue el Excalibur el que envió a mi madre al hospital una noche. Había llegado tarde a casa y no quería decirme donde había estado. Sospechando de su infidelidad, perdí la cabeza y le lancé la botella a la cara, abriendo una sangrienta herida sobre su labio y derramando perfume barato y trozos de vidrio azul sobre el piso.
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Larga y Dura Huida del Infierno
Teen FictionDe los escenarios a la cárcel, de los estudios de grabación a las salas de urgencias de los hospitales, del pozo de la desesperación a los primeros puestos de las listas musicales. Larga y Dura Huida del Infierno es la crónica del descenso de Manson...