Keegan dejó de cargarme cuando llegamos a la entrada de su casa. Sacó una llave de su bolsillo trasero y abrió la puerta, se volteó hacia mí evaluando mi estado y suspiró.
—¿Puedes mantenerte en pie?—Preguntó y luego de intercambiar el peso en cada uno de mis pies, asentí casi segura de poder controlar el equilibrio.
Con un gesto de su mano me dio a entender de qué me dejaba pasar primero. Sonreí tímida, estaba muy avergonzada. No estaba muy segura si era por qué estaba borracha o por el hecho de que actué como una tonta en el camino. Y ni hablar de que todo esto sucedía con Keegan presente.
Oh, ¿no es un día maravilloso?
Ingresé a la sala seguida por el chico a mis espaldas.
—No quiero sonar insensible, pero por favor, no vomites.—Dijo acercándose a la alacena.
Caminé hasta él lentamente y me senté en una de las sillas de maderas.
—Lo siento, Keegan.—Solté y miré hacia abajo.
Él siguió buscando en el mueble hasta encontrar una taza morada. Levantó su mirada un segundo y prosiguió encogiéndose de hombros.
—El café te hará bien, Jenkins.—Dijo sin escucharme.
Me quedé en silencio los próximos cinco minutos. Seguía mareada y con un poco de dolor en el estómago. Escuché el verter del café y el riquísimo aroma invadió mis fosas nasales. Una taza apareció frente a mí y sin protestar, bebí. Fruncí mi entrecejo, esto era horrible. Apreté mis labios ante el gusto del líquido caliente.
—Sin ofender, pero esto es asqueroso.
Keegan sonrió y tomó asiento frente a mí.
—Agradece que tenga café, normalmente es todo un lujo para nosotros. Es muy raro que hagamos las compras.
—¿En serio?—Llevé nuevamente el café a mis labios y con esfuerzo lo tragué. Mi cara se debió de haber transformado por qué las comisuras de Keegan se alzaron todavía más.
—Perdón por el sabor, Elva siempre fue la que hace el mejor café del mundo.
Me tardó unos segundos en recordar quién era ella, pero mi cerebro—aún lento a causa del alcohol—recordó quién era. Elva era esa mujer que conocí cuando fui a la casa de Keegan, la verdadera, dónde sus padres vivían. Recordé la dulzura de los ojos de la señora y el cariño que debía tener por Keegan.
—¿La extrañas?—Pregunté.
Él me observó fijamente por tres segundos, sus ojos celestes estaban resplandecientes y su cabello rubio parecía castaño oscuro en ese momento.
Se veía lindo.
—Sí.—Respondió sin vacilar—. Ella fue de algún modo mi mamá, me crió.
Me sentí mal por Keegan y aparté la mirada. Al menos yo tenía a mi mamá y a pesar de sus exageraciones, nunca la cambiaría por nadie.
—¿Y tus padres?—Me atreví a indagar sobre ese asunto. Nunca lo hubiese hecho si no fuera por la ligereza que producía el alcohol en mí, y por esta razón, volví a beber del café.
Keegan exhaló y agachó su cabeza. Dudé si yo había llegado demasiado lejos y si tan solo debía callarme y listo. Pero para mi sorpresa, Keegan habló y lo escuché con toda la atención que pude reunir.
—Nada, supongo. Ellos están allí y yo aquí. No hay mucho que decir.—Trató de restarle importancia con indiferencia.
Tomé su mano, yo estaba fuera de mí, eso era obvio. Por qué de lo contrario, no habría otra explicación de por qué tuve que agarrar su mano. Keegan frunció su frente, él supo que estaba borracha y supuse que por eso no se apartó.
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Sonrisas Amargas
Ficțiune adolescențiKeegan Wayne era el raro de la escuela. Una persona altamente desagradable y con una gran capacidad para fastidiar. Con un cigarrillo en su boca y un extenso vocabulario de malas palabras, digamos que no era el chico ideal para nadie. Y eso lo sabía...