Capitulo 5

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Ivana no remoloneó. Se levantó apenas sonó el despertador. A las seis y media desayunó en la solitaria cocina y a las siete pisaba la escalinata de Tribunales. Se sometió al registro policial de rutina y anduvo por las escaleras para entregar los expedientes en las distintas reparticiones. Cada tanto se cruzaba con un conocido de tanto transitar los pasillos de la institución judicial. A las ocho y media entró al despacho de su empleadora quien, sin disimulo, miró la hora en su reloj pulsera.

—La oficina de certificaciones empezó a trabajar a las ocho —se sintió obligada a explicar puesto que estaban a tres cuadras del palacio de justicia.

Alcira Bartolis, abogada, no hizo ningún comentario con lo cual comenzó la mortificación diaria de su secretaria. A las nueve le franqueó la puerta a Carlitos, dependiente del bar de planta baja que traía el café cotidiano. Le dejó un pocillo sobre el escritorio y le alcanzó el otro a la abogada. Mientras redactaba una intimación en la computadora, el muchacho se paró a charlar con ella.

—¿Vas a ir a ver a Roger Waters?

—Yo, no. Pero a que adivino que ya tenés las entradas.

—¡Sí! Me voy con Lisandro y Willi. —la miró con melancolía—: ¡Qué lastima que no nos vamos a encontrar!

Ivana sonrió. Ese chico elevaba su autoestima. No debía tener más de diecinueve años, pero desde que entró a trabajar se había transformado en su ferviente admirador. Antes de que pudiera confortarlo, Alcira abrió la puerta del privado y dijo agriamente:

—¡Para hoy esa intimación!

Carlitos, de espaldas a la mujer, hizo una mueca de náusea mientras Ivana se tragaba la respuesta.

—Hasta mañana, doctora —saludó el cadete levantando la bandeja apoyada sobre la mesa de Ivi—. Cuando vuelva te cuento —le susurró a ella.

¡Dios mío, cómo la odio cuando trata de humillarme! ¿Qué satisfacción siente? Si no fuera porque es tan difícil conseguir trabajo a mi edad… Cuando mamá contaba que a los treinta y cinco años eras descartable… Y ahora… ¡a los veintiocho! Cuando tenga mi estudio no seré tan mala persona con mis empleados. Espero que aquí no se me corrompa el carácter como para intentar vengarme…

Imprimió el documento y se lo alcanzó a la abogada para que lo leyera y lo firmara. Volvió a su escritorio para atender el teléfono.

—¡Hola, Ivi! ¿Querés que te pase a buscar? —la querida voz de Jordi le aventó los pensamientos negativos.

—¡Dale, mi amor! ¿Comemos afuera?

—¡Sí! Yo te invito porque mamá me adelantó la semana.

—¡Sos un rey…! —dijo riendo con ganas—. A las doce nos vemos abajo.

—Ya te estoy esperando. Chau.

Miró el reloj que marcaba las diez y media y movió la cabeza divertida. Su hermanito era un fuera de serie.

—Ivana, creo que fui muy clara cuando la contraté —el tono de Alcira era inequívoco—: No permito las llamadas sentimentales y parece que usted lo olvidó.

Ella la miró entre incrédula e irritada. Experimentó un arrebato de ira ante el espionaje de la mujer.

—¿Cómo dice? —la desafió.

—Que los arrumacos debe dejarlos para el teléfono de su casa y fuera del horario de trabajo.

Ivana aquilató nueve meses de trato desconsiderado, su innata contracción al trabajo que sumaba horas extras no reconocidas, la mezquina voluntad de su empleadora para transmitirle conocimientos, un salario que escasamente cubría sus gastos y la imperdonable intromisión en su vida privada. Concluyó en que no permitiría más abusos. Se levantó de la silla, observó a la abogada —despojada del temor a una sanción— y le comunicó su renuncia:

—Tengo el agrado anunciarle que a partir de este momento me retiro del estudio y de su insoportable presencia. Siento tanto alivio por haber tomado esta decisión, que le ahorraré los insultos que se tiene merecidos. ¡Arrivederci, Alcira! Y mi más sentido pésame a mi sucesora.

El rostro de la abogada permutó de la palidez al rojo intenso. Miró a la joven que descolgaba su bolso y su abrigo y expectoró las palabras atragantadas:

—¡No puede irse sin preaviso! Si depone su irreflexiva determinación, haré caso omiso de sus injurias.

—¡Ja! — profirió Ivana ante las palabras desubicadas de la mujer—. Para exigir un preaviso tendría que haberme anotado legalmente, promesa que no cumplió. No creí que se lo iba a agradecer… —sonrió mientras abría la puerta.

—¡Desgraciada! ¡Me voy a ocupar de que no la tomen en ningún bufete!

—Para su conocimiento —la muchacha disfrutó su réplica— varios abogados me han propuesto trabajo en sus estudios.

—Será para llevarla a la cama —la escarneció Alcira.

—Oferta que usted no ha recibido ni recibirá —le guiñó un ojo y salió al palier sin volver la vista atrás.

Esperó el ascensor conciente de que no cobraría el mes trabajado y que la presunción de la abogada era correcta. Pero eso no tenía por qué confesárselo. A pesar de su nueva situación de desempleada se sentía exultante. Si no conseguía otro trabajo aceptaría en préstamo la oferta de sus padres, se recibiría cuanto antes y les devolvería el dinero con sus intereses. Este pensamiento la conformó y marchó al encuentro de su hermano en estado de gracia.

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