Julio volvió el lunes. Lena lo notó distante y lacónico, condición que pasó desapercibida para sus hijos sumidos en el fárrago de sus actividades. Ivana se concentró en preparar las materias que quería aprobar y conseguir el permiso para rendirlas anticipadamente. Jotacé se había instalado en Funes para supervisar la construcción del chalet proyectado para un amigo y Diego, a punto de convivir con Yamila, dedicaba sus horas libres a ordenar su nueva morada. Jordi, en tanto, se encontró toda la semana con Gael y avanzó en la comprensión y manejo de sus habilidades. Formó un sólido nexo de afecto con el médico y, con su consentimiento, logró desentrañar el patrón de las distintas emociones que captaba en las ondas cerebrales de Gael comparando las imágenes percibidas con el relato del hombre. También comprobó que no le era posible modificar esos registros cuando el receptor era conciente de su capacidad. Esta insuficiencia de su talento los unió en la elipsis compartida, tanto como la admiración del chico por la templanza con que Gael manejaba su pasión por Ivi. Su hermana dejó de acompañarlo a las reuniones y hasta de indagar en los resultados de los exámenes como si hubiera perdido todo interés. Pero él sabía que la sola mención del nombre de su amigo la poblaba de paisajes oscilantes como las de un espejismo. No se sintió autorizado para compartirlo con Gael y postergó su comprensión hasta poder juzgarlos por él mismo. Su mayor preocupación era la crisis que atravesaban sus padres donde pudo intervenir para mitigar, al menos, la angustia que les impedía descansar. Una llamada a mitad de semana adelantó el regreso de Julio a Buenos Aires. Ivana, que contaba con solicitar a su padre un préstamo para viajar a Inglaterra, descubrió la mañana del jueves que había partido a primera hora. Al mediodía, le dijo a su madre:
—El sábado voy a visitar a papá a Buenos Aires. Con las restricciones que hay, quiero pedirle con tiempo que me preste unos dólares para el viaje.
—No creo que sea necesario, Ivi. Tenemos una cuenta conjunta de la que podrá disponer sin problema. Y el lunes o martes a más tardar, estará de regreso.
—Si estás segura me alivia, porque el lunes tengo que rendir la tercera materia.
—Segura, querida —afirmó. Después—: ¿Revisaste tu pasaporte y el de Jordi?
—Sí, mami. Todo está en orden.
—No te noto muy ilusionada con el viaje. ¡Será tu primera incursión por Europa! —se entusiasmó Lena.
—El lunes que viene, cuando rinda la última materia, voy a empezar a soñar —declaró su hija—. Hasta entonces, mente clara y fría. —Sonrió—: Después, mami, te volverás loca con mis ocurrencias. Sobre todo cuando empiece a elegir la ropa. ¿Te acordás cuando viajé a Cuba? ¡Si me arrepentí de no seguir tus consejos…! —evocó riendo con ganas.
Lena la imitó, porque tenía presente la agobiada figura de su hija acarreando dos valijas y varios bolsos para la estadía de una semana. Cuando volvió del viaje confesó que su recuerdo más nítido era el de trasladar el equipaje de un hotel a otro, ya que pararon en cuatro ciudades distintas.
—Y no escarmentaste cuando fuiste a Brasil —dijo su madre divertida.
—Pero fue más descansado porque estuvimos varios días en cada lugar —recordó ella—. Bueno, ma, la charla está muy linda pero tengo que seguir estudiando. La continuaremos en el próximo corte —se levantó, le dio un beso y subió a su dormitorio.
La mujer quedó a solas embargada por ese hormigueo de inquietud que últimamente la asaltaba cuando Julio se ausentaba. La sospecha de que buscaba alejarse de su casa con la excusa del trabajo era cada vez más concreta. Ella estaba en una etapa de la vida donde más lo necesitaba ahora que la mayoría de sus hijos habían logrado su libre albedrío. Hasta Jordi se manejaba de manera tan independiente que sólo lo veía en las comidas obligatorias. Había llenado tanto su tiempo con la familia que se había alejado de amigas e intereses que podrían llenar este vacío existencial que la angustiaba. Tenía que enfrentar una charla con su marido aunque los fantasmas del abandono que la acosaban se materializaran. La campanilla del portero eléctrico interrumpió su meditación. Era Mónica, la empleada doméstica que colaboraba con la limpieza tres veces por semana y que excepcionalmente venía a la tarde. La hizo pasar, le dio algunas indicaciones especiales y, después de avisar a Ivana, subió al auto y salió para el supermercado. La compra quincenal le insumió más de dos horas y regresó a las cinco de la tarde consternada por el aumento de los precios y la manifiesta ausencia de los productos que consumía habitualmente. Otro ciclo que se repite, pensó desalentada. Vivía en un país pródigo malversado sistemáticamente por sus gobernantes. La brecha entre los sectores de la sociedad era cada vez más profunda, y la clase a la cual pertenecía estaba en riesgo de caer en esa sima provocada por la ambición desmedida de quienes estaban de turno en el poder. Descargó las bolsas del baúl y las acomodó con ayuda de Mónica. A las cinco y media subió a llamar a Ivi y Jordi para que merendaran.