Capitulo 31

1.5K 94 2
                                    

El hombre, que había experimentado más de una escalada, la siguió a buen paso pero sin extremar la velocidad. A medida que ascendían la senda se estrechaba y se elevaba ofreciendo en varios puntos bancos para tomar un respiro. Se fue acercando cuando faltaban los últimos doscientos metros porque la testaruda mujercita, como él suponía, desdeñó los puntos de descanso que le brindaba el camino. Cuando la vio desfallecer, inclinada hacia delante para aliviar sus músculos acalambrados, la cargó entre sus brazos y se impulsó hasta la cima. Ivana, luchando por recuperar el aliento, ni siquiera tuvo ánimo para oponerse. La depositó en un banco próximo a la entrada del observatorio y se sentó junto a ella.

—Vos sabías… —reprochó ella con un hilo de voz.

—Te advertí —dijo él—. Pero los consejos no entran en tu cabezota. ¿Estás bien?

—Cuando se me pase el dolor en la cintura te digo.

—¿Querés que te haga un masaje? —ofreció él con gentileza.

—¡No…!

Gael sonrió y se dedicó a revivir las sensaciones de tenerla acaparada sobre su cuerpo. Claro que él no la quería extenuada por la fatiga sino de amor. Este pensamiento lo envolvió en una ola de sensualidad de la cual emergió al llamado de su amada:

—Ya estoy en condiciones de seguir —declaró poniéndose de pie.

—Vamos, entonces.

Visitaron el observatorio, recorrieron el museo, se sacaron una foto conjunta con los pies apoyados sobre cada lado del meridiano y abordaron el último barco para volver a la ciudad. Instalados en butacas adyacentes, Ivana le reveló la relación que su madre había iniciado con Wilson:

—¿Pensás que Alec es una persona confiable? —le preguntó.

—Totalmente —afirmó—. Lo conozco desde que era niño y si se involucró con ella es porque no duda de sus sentimientos. Creí que nunca iba a superar la pérdida de su mujer y me alegro tanto por él como por Lena. No podría encontrar mejor compañero.

—Parece que ya das por hecho el vínculo.

—Es que, chiquita, no todos los hombres son tan pacientes como yo —dijo comiéndosela con los ojos.

Ivana apartó los suyos y, hasta que atracaron, se mantuvo en un silencio que su pretendiente acató.

—Vamos a cenar antes de volver —fue lo primero que dijo él cuando desembarcaron.

La guió hasta un restaurante a orillas del Támesis adonde se instalaron en una galería cubierta con vista al río. Mientras esperaban la comida, Gael se dedicó a observar a su linda acompañante. Ivi, turbada, lo hostigó:

—¿Qué mirás tanto?

—Me encanta mirarte… —dijo arrastrando las palabras—. Me encanta que estés conmigo y me encanta tu tozudez que me permitió tenerte entre mis brazos.

—Dijiste que no me ibas a perseguir —le recriminó.

—Vos me preguntaste.

—Hablemos de otra cosa —alegó ella esquiva.

—¿De qué te parece que podamos hablar? —indagó su amigo con placidez.

Ivana examinó cuidadosamente los posibles motivos de charla y encontró que, tanto ella como él, se conocían lo suficiente para no poder recrearse el uno para el otro. Ese aspecto del intercambio estaba reservado para extraños.

—Qué sé yo… —expresó al fin—. De cualquier cosa que no nos involucre. No hay nada que ignores de mí como yo de vos.

—No estoy de acuerdo —declaró él—. Todavía me estoy preguntando a qué se debió tu reacción la noche en que viniste con Lena a mi departamento.

Amigos y AmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora