Capitulo 11

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Camino a su casa, Ivana evocó el feriado pasado cinco años atrás en la casa de fin de semana. Gael, como siempre, estaba incorporado a la constelación familiar. Era el penúltimo día y todos los hombres se habían ido a pescar.

—¡Estoy harta de cocinar para este regimiento! —se quejó mamá cuya expectativa al comienzo de las mini vacaciones descansaba en los presuntos asados que iba a cocinar el marido.

—Bueno, mami –dijo ella—. Dejalos que se entretengan con la pesca. Es un deporte que sólo a los varones les puede gustar. ¿Te imaginás pasar horas sin abrir la boca? Debe ser tremendamente aburrido.

—Más aburrida es la rutina casera. ¡Y yo que soñaba con ocuparme al mínimo de la comida!

—Escucho una velada acusación bajo tu lamento. Así que tomaré la posta y hoy cocino yo.

—¿Qué? —se atragantó su madre—. ¡Si no sabés freír ni un huevo!

—Pero sé prender el fuego para hacer un asado. Se lo ví hacer mil veces a papi. En cuanto a vos, desaparecé. Subite al auto y andá a pasear por el pueblo. Cuando vuelvas estará todo listo incluida la ensalada y las papas fritas.

Su mamá dudó y ella insistió:

—Andá, mamá. Confiá en mí —dijo con suficiencia.

Que todavía estuviera apantallando las fortuitas brasas, tosiendo por el humo, con la cara tiznada y las guarniciones sin hacer cuando volvió el cuarteto, era culpa del carbón mojado. Lo que desató su ira fueron las burlas despiadadas de sus hermanos mayores que no pararon de reír mientras ella se obstinaba en lograr una llamita. Su padre, después de rechazada la propuesta de ayuda, se dedicó a limpiar los pescados. Gael y Jordi se solidarizaron con su esfuerzo y el primero echó una bolsa de carbón seco sobre las pocas ascuas mientras su hermanito abanicaba el rescoldo con ímpetu. Seguro que el cuadro que presenció su mamá cuando estacionó la camioneta era tragicómico: ella que parecía haber emergido de un bombardeo ignorando las chacotas de Diego y Jotacé; un compungido Gael que no hacía causa común con los muchachos; su papá atareado en aderezar los pescados y un Jordi convertido en tornado humano girando alrededor de las primeras llamas y gritando como un indio. Para resumir, comieron a las cuatro de la tarde porque ella se empecinó en limpiar la ensalada y en pelar y freír las papas. Los comensales masticaban en silencio la carne arrebatada (porque tampoco aceptó ningún consejo de los hombres) salvo los esporádicos resoplidos de risa de sus hermanos controlados por su padre. Se levantó de la mesa cuando Julio César arrojó un trozo sobre el plato de Gael gritando que estaba viva. Corrió hacia el dormitorio que compartía con su madre y, reprimiendo las lágrimas, se miró en el espejo. Era tan lastimosa su imagen, que no pudo contener una carcajada. La risa burbujeó en su garganta ante el recuerdo.

—¿Cuál es el chiste? —preguntó el médico.

—Me estaba acordando del asado del 9 de julio. 

—Te salvé con la bolsa de carbón, ¿eh? —dijo jactancioso.

—Y después te habrás reído con los vagos, ¿eh? —lo remedó.

—Nunca. Te veías tan desamparada ante las burlas que me tuve que contener para no repartir varios golpes.

—Mmm… —dudó ella.

Gael sonrió mientras estacionaba. Tenía presente la figura de Ivi sofocada por la impotencia y las bromas, que ciertamente no optó por sacudir a los muchachos por ser hermanos de la joven. Pero también en ese entonces la hubiera amparado entre sus brazos y la hubiera consolado con el recurso siempre reprimido de besarla. Ivana ya estaba abriendo la puerta de su casa seguida por Jordi. Él bajó del vehículo e instaló la alarma. Los alcanzó en el interior a tiempo de escuchar el comentario de la chica:

—¡Qué silencio! Parece que se fueron todos… —Recorrió la casa y declaró al bajar de la planta alta—: Tendrán que arriesgarse a probar mi comida. Pero no te preocupes —le aclaró a Gael—. Después del intento fallido aprendí a cocinar. Y hasta el asado a la parrilla se me da bien.

—No me sorprende con lo obstinada que sos.

Ivana ya estaba revisando la heladera. Sacó unas presas de pollo y verduras limpias. Después, junto a tres papas a pelar, las depositó sobre la mesada.

—Te ayudo —ofreció su amigo.

Ella le alcanzó el pela papas y acomodó la carne en una fuente. Gael la observaba mientras cortaba las verduras y las distribuía sobre el pollo. Alucinó que estaban en su propia casa, que era su mujer y que compartían la rutina de una comida. Un escalofrío de sensualidad lo recorrió al pensar en las connotaciones de la convivencia. Ivi lo apremió:

—¿Es que no sabés usar ese utensilio? Necesito las papas ahora.

—¡Ya, ya, jefa! —dijo él saliendo de su embeleso y pelando rápidamente los tubérculos.

La muchacha los lavó y los cortó en rodajas que acomodó alrededor de la carne y las verduras. Sazonó todo y lo metió en el horno. Dejó lista la ensalada y acondicionó una fuentecita con cuadrados de queso, aceitunas y fiambres. En una panera dispuso pan tostado y tendió ambas al médico:

—Llevalas a la mesa. Aliviará la espera —indicó.

Jordi había distribuido la vajilla y esperaba la entrada. Ivana trajo una botella de vino de la bodega paterna que compartieron entre ella y Gael.

—La picada te salió excelente —le dijo el hombre con gesto circunspecto.

—¿Te aguantaste cinco años para esta humorada? —lo fustigó.

Él sonrió y la contempló con descaro mientras masticaba un trozo de queso. Ella le sostuvo la mirada hasta que, con una carcajada que ocultó su confusión, se dio por vencida. ¡Ojala tuviera la habilidad de Jordi para leer el mensaje que se ocultaba tras las pupilas de su amigo! La alarma del horno fue el mejor pretexto para dejar de plantearse interrogantes. Volvió con la fuente humeante que colocó sobre el soporte que su hermano no había olvidado de colocar. Esta vez la joven se sintió reivindicada. Los varones saborearon y alabaron el plato caliente hasta ultimarlo.

—¡Ivi! ¿Por qué no cocinás más a menudo? —preguntó Jordi.

—¡Ja! — lanzó Gael regocijado.

—Porque la cocina es territorio de mamá —contestó fulminando al médico con la mirada.

—Falta el postre —observó el chico con espontaneidad.

—No vamos a desmerecer este banquete dejándolo trunco —sostuvo Gael—. Hace un día perfecto para ir a tomar un helado a la costa, ¿no les parece? Yo invito —aclaró al ver el gesto indeciso de Ivana.

—¡Vamos Ivi…! —suplicó su hermano.

—Está bien. Ya sabía que todo es perfectible — murmuró la nombrada.

—¡Eh…! —la atajó el hombre cercando sus hombros—. Lo tuyo fue perfecto porque con tu dulzura no hacía falta el postre.

Ella volvió la cabeza para observarlo y sorprender la burla en su mirada, pero se encontró con una inquietante seriedad que la hizo apartarse.

—Bueno —dijo—. Salgamos antes de que se oculte el sol.

Gael los trajo de regreso a las seis de la tarde cuando todavía no habían regresado sus padres ni sus hermanos. Jordi se instaló delante de su computadora y ella, después de limpiar la cocina, se dio un largo baño y se puso el camisón. Intentó analizar las largas horas compartidas con su amigo y las extrañas sensaciones que experimentó. Rehuyó la investigación por tacharla de irracional y estaba dormida cuando llegó el resto de su familia. También el niño durmió. No había sufrimiento en las mentes de mamá y de papá y, en la de Ivi, algo había empezado a resplandecer.

Amigos y AmantesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora