XIV

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XIV.- Conclusión

¡Brr.... ¡pum!... María cayó de una altura inconmensurable... ¡Qué sacudida!... Pero abrió los ojos y se encontró en su camita, era muy de día, y su madre estaba a su lado, diciendo.

–Vamos, ¿cómo puedes dormir tanto? Ya hace mucho tiempo que está el desayuno. Comprenderás, público respetable, que María, entusiasmada con las maravillas que viera, concluyó por dormirse en el salón del palacio de Mazapán, y que los negros, los pajes o quizá las princesas mismas la trasladaron a su casa y la metieron en la cama.

–Madre, querida madre, no sabes dónde me ha llevado esta noche el señor Drosselmeier y las cosas tan lindas que me ha enseñado. Y contó a su madre todo lo que yo acabo de referir. Y la buena señora se maravilló no poco. Cuando María acabó su relación, dijo su madre.

–Has tenido un sueño largo y bonito, pero procura que se te quiten esas ideas de la cabeza. María, testaruda, insistía en que no había soñado y que en realidad vio todo lo que contaba. Entonces su madre la tomó de la mano y la condujo ante el armario, donde enseñándole Cascanueces, que, como de costumbre, estaba en la tercera tabla, le dijo.

–¿Cómo puedes creer, criatura, que este muñeco de madera de Nuremberg pueda tener vida y movimiento?

–Pero, querida madre. Repuso María. Yo sé muy bien que el pequeño Cascanueces es el joven Drosselmeier de Nuremberg, el sobrino del magistrado. El consejero de Sanidad y su mujer soltaron la carcajada.

– ¡Ah! —dijo María casi llorando. No te rías de mi Cascanueces, querido padre, que ha hablado muy bien de ti, precisamente cuando me presentó a sus hermanas las princesas en el palacio de Mazapán dijo que eras un consejero de Sanidad muy respetable.

Mayores fueron aún las carcajadas de los padres, a las que se unieron las de Luisa y Federico.

María se metió en su cuarto, sacó de una cajita las siete coronas del rey de los ratones y se las enseñó a su madre, diciendo.

–Mira, querida madre, aquí están las siete coronas del rey de los ratones que me entregó anoche el joven Drosselmeier como trofeo de su victoria. Muy asombrada contempló la madre las siete coronitas, tan primorosamente trabajadas en un metal desconocido que no era posible estuviesen hechas por manos humanas.

El consejero de Sanidad no podía apartar la vista de aquella maravilla, y ambos, el padre y la madre, insistieron con María en que les dijese de dónde había sacado aquellas coronas. La niña sólo pudo responder lo que ya había dicho, y como quiera que su padre no la creyese y le dijera que era una mentirosa, comenzó a llorar amargamente, diciendo. – ¡Pobre de mí! ¿Qué puedo decir yo? En aquel momento se abrió la puerta, dando paso al magistrado, que exclamó.

–¿Qué es eso, qué es eso? ¿Por qué llora mi ahijadita? ¿Qué pasa? El consejero de Sanidad le enteró de todo lo ocurrido, enseñándole las coronitas. En cuanto el magistrado las vio se echó a reír, diciendo.

– ¡Qué tontería, qué tontería! Esas son las coronitas que hace años llevaba yo en la cadena del reloj de que le regalé a María el día que cumplió los dos años. ¿No os acordáis? Ni el consejero de Sanidad, ni su mujer, se acordaban de aquello, pero María, observando que sus padres desarrugaban el ceño, se echó en brazos de su padrino y dijo.

–Padrino, tú lo sabes todo. Diles que Cascanueces es tu sobrino, el joven de Nuremberg, y que él es quien me ha dado las coronitas. El magistrado se puso muy serio y murmuró. – ¡Tonterías, extravagancias! Entonces el padre tomó a María en brazos y la sermoneó.

–Escucha, María a ver si te dejas de imaginaciones y de bromas, si vuelves a decir que el insignificante y contrahecho Cascanueces es el sobrino del magistrado Drosselmeier, lo tiro por el balcón, y con él todas tus demás muñecas, incluso a la señorita Clara.

Camus, Cuenta CuentosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora