Capítulo 20

9 0 0
                                    


Capítulo 20

              Jude había visto infinitas veces a Michael sentado en la azotea. Pasaba corriendo una y otra vez por el mismo lugar y seguía viendo al pequeño muchacho sentado en la misma posición. Se preguntó en varias ocasiones si no se entumía estando sentado así, pero parecía que no, porque no hacía el mínimo esfuerzo por moverse. Así que a Jude le daba igual. Sabía que Mike lo observaba desde su posición, pero decidió restarle importancia porque no estaba muy seguro si todavía quería o tenía ganas de arreglar las cosas con él. Después de todo, había sido Michael quien lo había dejado plantado. Subió el volumen de la música y siguió corriendo por el barrio ignorando por completo al chico en las alturas.
             Hizo lo mismo durante la siguiente hora. Ignorarlo, correr y detenerse de vez en cuando para tomarle al agua. Llegó incluso un momento en que se concentró tanto en su típica rutina, que olvidó a Mike, por lo que dejó de sentir esa preocupación en su interior y ese torbellino de ira que todavía lo azotaba sin piedad. Pudo relajarse y continuar cumpliendo con su entrenamiento básico. No fue hasta que su hora de trotar culminó y se detuvo en la entrada de su casa, frente al camino de piedras que lo dirigía a la puerta. Sentía que su cuerpo le ardía y emanaba humo de su piel. Tomó el agua y se la empinó terminando el último trago que quedaba en el asiento de la botella. Se quitó los audífonos y apagó el Ipod. Después de tronarse el cuello sintió una mirada que le taladraba la nuca. Frunció el ceño algo confundido. ¿Por qué de repente volvía a sentir tanto enojo acumulado? "Es Michael. Lo había olvidado". Pensó. Suspiró para él mismo e hizo la capucha de la sudadera hacia atrás dejando ver su empapado cabello goteante. Levantó la vista y se encontró con los ojos de Mike. Esos ojos verdes cristalinos que una vez había considerado increíbles, ahora lo miraban desde lejos llorosos y confundidos. Era claro que no sabía qué hacer. Mantenía una posición extraña, como si estuviera a punto de gritarle a alguien, pero no sabía muy bien en sí de qué se trataba todo aquel teatro. No estaba de humor para payasadas. Los juegos eran para niños y él no era un niño. Se encogió de hombros y puso los ojos en blanco mentalmente para no hacer ningún tipo de gesto. E ignorando la existencia del muchachillo, se giró sobre su propio eje para entrar al interior de su casa y esperar no volver más —al menos en ese día— al pitufo de sus pesadillas.
              Subió las escaleras de tres en tres con sus largas piernas y cuando vio a su pequeña hermana atravesarse en su camino, la quitó con un brazo.
              —¡Oye! ¿Qué rayos te pasa maldito?— le gritó a la espalda porque la había lastimado al azotarla contra la pared, pero él no contestó. También se encontró a su hermano Santiago, pero no le prestó la más mínima atención al cruzar el pasillo directo a su habitación.
              —¿Judie?— lo llamó algo confundido. Él sabía que era rarísimo ver a su hermano mayor enojado. También sabía que cuando eso pasaba, debía darle su propio espacio o no lo contaría. De cualquier forma, Santiago ya estaba enredado en varios líos en la escuela con una muchacha como para ponerse a resolver los de su hermano. Apretó los labios y siguió su camino.
               Jude, quien entró a su habitación aventando toda la ropa al cesto, abrió la puerta de la regadera tan fuerte que se lastimó un poco la mano. Sus músculos y tendones estaban tensos, por lo que se torcieron. Un dolor agudo recorrió la palma del grandulón. Aun así, desechó ese sentir y se apuró a darse un baño con agua bien fría aunque todavía no terminaba de enfriarse lo suficiente como para poder hacer eso. Sin importarle las consecuencias inmediatas o tardías, apresuró el paso de todo. Incluso partió al trabajo sin siquiera desayunar un poco, lo que le causaría un dolor de cabeza más tarde.
              Condujo por las calles rebasando a todo el mundo haciendo zigzag entre los autos más lentos. La aguja del velocímetro en su tablero pisaba los 100 kilómetros por hora y llegó a pasarse algunos altos. Parecía que tenía prisa, pero en realidad tenía que sacar ese sentimiento que le haría explotar en cualquier momento. Suspiró varias veces y cerró los ojos cuando estuvo estacionado fuera del estadio. Recargó la frente sobre el volante y se golpeó una y otra vez hasta que se enfadó. Aún eran las siete y media de la mañana. Tenía media hora para hacer lo que le placiera. Y ya que el ejercicio que había hecho en casa no lo había satisfecho, decidió salir del vehículo y caminar al campo de entrenamiento. Se puso el uniforme junto con las hombreras y el casco y se puso a hacer ejercicios de calentamientos para luego ponerse a correr sin sentido por el perímetro de la cancha. Cuando faltaban exactamente cinco minutos para las ocho y dio la última vuelta, se detuve en seco respirando por la boca muy agitado. Sus pulmones se expandían tanto que su pecho saltaba descontrolado, tenía sus mejillas enrojecidas y el sudor le escurría por todas partes. Se quitó el casco y dejó caer sus rodillas sobre el césped, frente a las bancas de los jugadores del equipo. Apoyó las manos sobre sus muslos y miró hacia el horizonte que se detenía en las gradas del público inexistente en ese momento. Frunció los labios haciendo varios gestos mientras esperaba a que ambas manecillas llegaran al punto exacto donde se encuentran. Tomó su cilindro de agua y lo vacío todo de un solo trago en su boca.
                Una mano en su hombro lo sobresaltó y se volteó algo confundido. Se encontró con Hernández, uno de sus jugadores que fungía en el equipo de la ofensiva, quien lo miraba todavía más confundido.
               —¿Coach? ¿Qué está haciendo?— su voz sonaba incrédula, pues su entrenador era bueno para gritar y dar órdenes y más allá de las leyendas que había escuchado sobre su gran desempeño en el campo jamás había visto a ese hombre portar el rol de jugador activo. Arrugó la frente esperando una respuesta que aún no llegaba.
               —Sólo. Estaba— habló entrecortadamente, dando bocanadas de aire entre cada palabra—. Entrenando. Un. Poco— se puso en pie y se sacudió el sudor de la frente. Uno a uno, vio que los jugadores entraban a la cancha con sus uniformes puestos buscando por todas partes de su entrenador que solían encontrar habitualmente en los vestidores. Y para la sorpresa de ellos, además, el campo estaba puesto, y el garrafón de agua servido. Se detuvieron a mitad de recorrido cuando los miles de ojos de hombres enormes y fortachones se posaron en el número uno de la playera de Jude.                —¿¡Qué hacen allí, holgazanes!? ¡A entrenar!— Jude aplaudió un par de veces para despertar a su equipo y devolver sus mandíbulas a donde pertenecían.
             Una vez más Jude dejó salir toda su ira sobre aquellos que no la debían. Gritó, berreó e hizo a su equipo como bien quiso hasta que todos acabaron deshechos sobre el suelo intentando respirar sin ahogarse.

Michael y JudeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora