4.- Raffaele Laurent Bessette

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— Niebla. Temprano en la mañana.
Un recuerdo de un chico joven descalzo jugando con palos en elbarro agazapado afuera de la escuálida casa de su familia. Él alzó lamirada para ver a un viejo recorriendo el camino sucio de la villa, suescuálido caballo tirando de una carreta. El chico paró de jugar. Llamó de un grito asu madre, luego se puso de pie cuando la carreta se fue acercando.
El hombre se detuvo. Se miraron uno al otro. Había algo en los ojos del niñofijados en su delgado rostro, uno tan cálido como la miel, el otro verde brillantecomo una esmeralda. Pero había algo más que eso, mientras el hombre seguíamirando fijamente, él se preguntaba cómo alguien tan joven podía tener esaexpresión tan sabia.
Él entro en la pequeña casa para hablar con la madre. Le costó algoconvencerla, no lo quería dejar entrar hasta que le dijo que tenía una oportunidadpara que ganara algún dinero.
—No encontrará muchos clientes en esta región que compren sus baratijas ypociones —dijo su madre al hombre, escurriendo sus manos en la diminuta yoscura habitación que compartía con sus seis hijos. Él se sentó en la silla que leofreció. Mirando constantemente de una cosa a otra, nunca siendo capaz dedetenerlos—. La fiebre de sangre nos ha devastado. Se llevó a mi marido y a mi hijomayor el año pasado. Marcó a otros dos de mis hijos, como puede ver. —Señaló alchico, quien miraba calladamente con sus ojos color de las joyas, y a su hermano—.Ha sido siempre una villa pobre, señor, pero ahora está al borde del colapso.
El chico notó cómo la mirada del hombre seguía volviendo a él una y otra vez.—¿Y cómo le está yendo, sin su marido? —preguntó el hombre.La mujer negó.—Me esfuerzo trabajando en nuestros campos. He vendido algunas de
nuestras posesiones. Nuestra harina para el pan durará unas pocas semanas, peroestá llena de bichos.
El hombre escuchaba sin decir palabra. No mostraba ningún interés en elhermano marcado del chico. Cuando la madre terminó, se recostó en la silla yasintió.
—Hago entregas entre los puertos de Estenzia y Campagnia. Quiero preguntarte sobre tu hijo pequeño, el de los ojos de dos colores.

  —¿Qué es lo que quiere saber?

—Te pagaré cinco talentos de oro por él. Él es un chico bien parecido, sevendería por un buen precio en el puerto de una gran ciudad.
Con el silencio atónito de la madre, el hombre continuó:
—Hay cortes en Estenzia con más joyas y ricos de lo que nunca pudierasposiblemente soñar. Son mundos de brillo y placer, y constantemente necesitansangre fresca. —Con eso, asintió mirando al chico.
—¿Quiere decir que lo llevará a un burdel?El hombre miró al chico otra vez.—No. Él es demasiado fino para un burdel. —Se acercó a la mujer y bajó su
voz—. Tus chicos marcados tendrán una vida dura aquí. He oído historias de otrasvillas en las que han echado a los más pequeños a los bosques, por miedo a quetraigan enfermedades y mala suerte a todos. He visto cómo queman niños, bebés,vivos en las calles. Pasará aquí también.
—No pasará —replicó la mujer furiosamente—. Nuestros vecinos son pobres,pero son buena gente.
—La desesperación le trae oscuridad a todos —dijo el hombre, encogiéndosede hombros.
Los dos discutieron hasta caer el sol. La madre seguía negándose.El chico escuchando en silencio, pensando.Cuando finalmente llegó la noche, él se levantó y silenciosamente agarró la
mano de su madre. Le dijo que se iría con el hombre. La madre le dio un bofetón, ledijo que no haría eso, pero él no cedió.
—Todo el mundo pasará hambre —dijo él suavemente.
—Eres demasiado joven para saber lo que estás sacrificando —lo regañó sumadre.
Miró a sus otros hermanos.—Todo estará bien, mamá.La madre miró a su precioso niño, admiró sus ojos, y pasó una mano por su
cabello negro. Sus dedos jugaron con unos cuantos mechones brillantes como elzafiro. Lo abrazó y lloró. Se quedó así mucho rato. Él la abrazaba también,orgulloso de sí mismo por ayudar a su madre, sin saber lo que esto significaba.
—Doce talentos —le dijo al hombre.

—Ocho —contraatacó él.

—Diez. No abandonaré a mi hijo por menos de eso.

El hombre estuvo en silencio un rato.

—Diez —acordó.  

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