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Sus ojos se encontraban abiertos, ojos grandes, expresivos... hermosos, al verla así una sonrisa engreída se fue formando en mis labios.

Isabel Katherine Donovan... ¿Cuán perverso podía ser el destino?

Cuándo me encontré a solas en esa habitación y ojeé el sobre dado por Jaén, palidecí, mi cuerpo mortal se sintió enfermo, las nauseas se asentaron en la boca de mi estomago y la bilis subió por mi garganta; no sólo fue por la revelación que se me dio al conocer su segundo nombre, sino por todo lo demás. Jaén anunció que había cosas serias en su camino. ¡Por todo lo que es santo! Esas palabras palidecieron en comparación a lo que esas hojas mostraban. El guardián debió divertirse a mi costa; entendía el afán por anunciar su nombre, fue grato saber que mi impaciencia sirvió para no darle el gusto de ver el shock en mi cara.

Ahora la tenía delante de mí, con esos enormes ojos se asemejaba a un ciervo asustadizo, su piel se coloreaba con facilidad y su mirada hablaba por ella. Isabel podía compartir el nombre de la mujer que amé hace más de dos siglos, también podía compartir los mismos ojos, expresivos, sinceros; pero ellas dos eran muy diferentes. Isabel era delgada, no más de 1.65 de estatura, su cabello rubio rojizo lo llevaba unos centímetros por encima de sus hombros, su nariz pequeña y respingona, sus rasgos delicados y femeninos, era bonita; pero no se comparaba con la belleza exuberante de Katherine. Jamás. Sin embargo, parecían compartir la misma alma, esos mismos ojos, sin saber que estaba haciendo mis palabras salieron de mis labios:

-Tus ojos... -le dije, y tuve que hacer un alto, un alto aquellas palabras que pugnaban por salir de mi boca. Maldita sea, doscientos años después y esos ojos seguían persiguiéndome, atormentándome en otros rostros.

Ella levantó sus manos y preguntó:

­- ¿Qué tienen mis ojos? -al mirarla me di cuenta que debía parar con aquella tortura; pero una vez más debía de mentirme a mí, eso hice. A ella, le di una verdad a medias:

-Proyectan luz -le dije al fin-; pero también se opacan, a tus iris lo rodea un halo de melancolía que resulta fascinante. Después de mi aseveración, un incómodo silencio se instaló sobre nosotros, miré hacia su comida­-. Come, por favor -le dije empleando un tono amable.

Ella bajó su cabeza y obedeció. Miré a mi alrededor buscando a mis hermanos, mi mirada dio con el pelirrojo, sus ojos eran dos rendijas y sus manos estaban cerradas en puño sobre la mesa, él estaba a punto de perder el control, fruncí mi ceño y observé como Caliel se acercó y susurró unas palabras a su oído:

«No es el momento».

Supe lo que esas palabras significaban. Habían vigilantes entre nosotros y yo estaba tan absortó en Isabel que no presté atención a mi alrededor. Gracias al poco poder etéreo dentro de mí podía escuchar su conversación silenciosa.

Vi a Zera levantar su rostro hacia Caliel.

«Es la chica»-anunció.

¡Por todos los cielos! Hombre, no pudiste quedarte callado.

El guardián en su forma etérea estaba dotado de un don excepcional y aun siendo un desertor esa capacidad no había muerto, los dones eran irrevocables.

Observé como Caliel miraba en la dirección señalada por el pelirrojo, él no podía ver lo que claramente Zera veía; pero jamás se ponía en duda el talento de un hermano.

La mirada dura de Caliel se enfocó en mí, sus ojos me cuestionaron.

Sentí piel tibia acariciar el dorso de mi mano, el contacto duro poco. Mis ojos inmediatamente fueron a ella.

El beso de un ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora