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Tomé mi abrigo y bajé las escaleras. Saqué una pequeña pinza en color morado del bolsillo trasero de mi pantalón y la coloqué a un lado de mi cabello, así sujetaría unos que otros mechones rebeldes. Al llegar al último escalón mi cuerpo se entumeció y un sudor frío humedeció las palmas de mis manos. El miedo me atenazó, clavó sus garras sobre mí impidiendo mi huida.

Los recuerdos se adueñaron de mi memoria, sentí el espacio estrecho, cómo si las paredes se cerraran en torno a mí. El silencio reinaba en la estancia. La luz del día bañaba el lugar, los colores del otoño sumergiéndose en el interior de mi casa, sin embargo, mis pupilas percibían oscuridad, una niebla bañaba mi sentido visual.

La madera que cubría el piso crujió. Pasos resonaron en la planta alta y un silbido escabroso acompañó la marcha...

Mi teléfono celular sonó alertando de un nuevo mensaje de texto, el sonido me sacó de mi estupor y dando un fuerte respingo salí de casa como alma perseguida por el mismísimo demonio. La puerta de entrada se cerró con un fortísimo portazo.

Corrí y llegué a mi auto, mi respiración se encontraba acelerada, mi pecho subía y bajaba. Me había convertido en una niña miedosa. Miré al frente, la hermosa construcción frente a mí estaba en quietud. Sólo los murmullos de las aves, el sonar de uno que otro claxon a la distancia y las interacciones de los vecinos al comenzar la jornada laboral llenaban el ambiente. Nada más, nada fuera de lo cotidiano.

Limpié mis manos en el pantalón del uniforme que llevaba puesto, reacomodé la bolsa que colgaba de mi hombro y estreché a mi pecho la carpeta que aguardaba algunos historiales médicos.

Respiré a fondo y sonreí negando con mi cabeza. Estaba siendo absurda.

Abrí la puerta trasera de mi auto (que gracias a la divina providencia ya estaba bajo mi poder, sólo necesitaba unos cambios en las bujías, y no sé qué cosas más), coloqué la carpeta y mi bolsa en el asiento trasero.

Una vez me hube acomodado, encendí el auto, el rugido del motor cobrando vida. Ajusté el espejo retrovisor, y fue ahí cuando lo vi.

Él estaba recargado en un auto aparcado en la calle, su actitud despreocupada como siempre, un auto rebasó con velocidad y...

No había nadie. Me quedé petrificada en el asiento de mi auto. Alejé mi vista de aquél pequeño espejo. Mi cuerpo comenzaba a retorcerse con espasmos irregulares, mi respiración se hacía cada vez más agitada. Rasqué mi frente con dedos temblorosos.

Cálmate, sólo fue producto de tu imaginación. Él murió, Isabel. Él murió. Los fantasmas no existen. Los vivos son los que hacen daño.

Repetí en mi fuero interno esas palabras tratando de controlar mi afectado cerebro.

Mi garganta dolía, la necesidad de liberar el sonido de mis labios era mi mayor verdugo, hería demasiado.

Quería gritar mi frustración. Incluso sentí la necesidad de hacerme daño. Respiré profundo y me relajé.

Cerré mis ojos y de nuevo inspiré con fuerza.

Tantos sentimientos reprimidos no podían traer consigo nada bueno, era como un volcán dormido, en cualquier momento haría erupción para arrasar todo a a su paso.

Un pensamiento iluminó mi mente...

Tal vez era el momento de pedir ayuda. De recurrir a alguien. Mi madre controló mi vida, mis visitas con el terapeuta, de hecho afirmaba que mi problema solo era fisiológico (que ciertamente lo era); pero no quedaba sólo ahí. Ella también me dominó a su antojo. Suspiré, no quería pensar mal de mi mamá, cada vez que esos pensamientos me embargaban, los rechazaba; pero, ya no era una niña, yo podía controlar mi vida, si no lo hacía el miedo tenaz que comenzaba acecharme lo iba hacer, me iba a gobernar, y eso, eso ya no era normal. Debía buscar ayuda.

El beso de un ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora