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Mi cuerpo comenzó a transpirar. Mi espalda se sentía pegajosa. Mi pecho se agitaba en respiraciones irregulares. Sentía que me quemaba.

Comencé abrir mi boca para jalar aire y los sudores en mi cuerpo se intensificaron. Mi percepción del lugar cambio y el miedo atenazó mi cuerpo.

Un ataque de pánico.

Cerré mis ojos. Debía concentrarme en tomar respiraciones lentas y coordinadas.

Inhalar y exhalar.

Era sencillo; pero no ahora. No cuando todo parecía haberme caído encima. Estaba en el lugar equivocado y la tierra se había movido, tembló con fuerza, cobró vida y todo se desplomó sobre mí. Paredes de hormigón cayeron sobre mi cuerpo, aplastándolo, destruyendo la poca cordura que me quedaba. Los pocos avances que había logrado.

« ¿Cuáles? -retrucó mi mente con malicia- ¡No ha habido ninguno! Muy en el fondo sabes que eres diferente, ¡que te sientes diferente!».

Mis manos se movieron inquietas, ansiosas. Encogí mis piernas, las llevé hacia mi pecho y me anclé a ellas.

Debía buscar ayuda. Sí. Necesitaba hablar con el doctor Stevenson.

Salir de aquí y buscar al doctor Stevenson.

Doctor Stevenson. Sí. El iba ayudarme. Doctor Stevenson.

La letanía no cesaba, y recordé el momento en que tomé esa guía médica. Él parecía el indicado.

Louis Stevenson. Psiquiatra.

Su nombre destelló como anuncio de neón en una carretera desolada.

Mi yo interior rió. Una sonora y vacía carcajada.

«No funcionó en ese entonces. No funcionara ahora».

Sollocé con fuerza y llevé mis manos a mi cabeza. Quería que mi conciencia me dejara en paz. Que mi mente retorcida dejara de burlarse de mí.

Mis manos cambiaron de rumbo y comencé arañar la piel de mis brazos, con fuerza, con una necesidad imparable. Dolor. El dolor me hacía sentir viva, era alentador y a la vez deprimente.

¡Quería morir!

Y el sentimiento era cada vez más potente.

Voces. Alguien me llamaba, pero yo no estaba aquí. Estaba rodeada de un mundo de dolor, retraída en lo vacía y a la vez tan saturada memoria. Quería escapar.

- ¡Isabel! -su voz fue impetuosa y mi cuerpo tembló. Mis ojos estaban desenfocados- Ayúdame con ella por favor -escuché a la distancia- Isabel -habló de nuevo y mi mente fue reiniciada, como si voz ordenara todo el caos que hubo en ella.

Mi cabeza se levantó y mis ojos se toparon con los suyos, y no era un cielo de noviembre, no, ellos eran duros, fríos, casi traslucidos, una tormenta de invierno bañaba sus pupilas.

Sin tener dominio de mis acciones mi mano se alzó para poder tocarle y al conectar con su piel un rictus de dolor empañó su rostro.

- ¿Qué has hecho? -su pregunta fue baja, incluso lastimera.

¿Qué hice?

Mis ojos se cerraron, la piel de mis brazos escocía, pero no aparté mi mirada de la suya.

¿Qué había hecho? -quise preguntar, pero no podía, era una mujer limitada.

Tragué el llanto, el dolor, la pobreza de vida que llevaba. Lo tragué llevándolo a lo profundo de mi alma. Escondiéndolo... Tratando de sobrevivir.

El beso de un ÁngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora