2
Aún no había amanecido del todo cuando Justin abandonó la prisión. Era viernes. Después de haber pasado dos noches en aquel lugar, tenía ante sí cuatro largos días en los que su modo de vida no diferiría del de Rodrigo o del de cualquier otro hombre libre. La excitación debería hacerle sentir ebrio, pero no era así. Su primera toma de contacto con la verdadera libertad no le provocaba ninguna sensación especial, ya que su pensamiento seguía centrado en esa mujer maldita.
Alcanzó la carretera que discurre frente a la puerta del penal y caminó con lentitud hacia el centro urbano. Pasaba por el puente que cruza el río Nervión cuando le envolvió una ventolera helada. Se detuvo para inspirar con fuerza. Esperaba que la sensación gélida deslizándose por la tráquea y llenándole los pulmones le despertaría, le haría tomar conciencia de ese primer día de libertad completa. Pero nada cambió. Contempló el rápido descenso de las aguas mientras únicamente la veía a ella y sus ingratos ojos grises.
Tardó en reanudar el camino. Cuando lo hizo le temblaba todo el cuerpo en el interior de sus ropas heladas. Aun así continuó despacio, sin ninguna prisa por llegar a su destino. Dejó a su derecha un pequeño parque, encajado entre edificios por tres de sus cuatro costados, y siguió hasta la calle Catalunya. Ni aun resoplando consiguió acabar con sus temblores. Aún le tiritaban los labios cuando entró en el portal.
Mientras subía las escaleras pausadamente, sus pensamientos le llevaron a Rodrigo. Se preguntaba si habría salido ya de casa. Su trabajo al aire libre precisaba de luz. Le había contado que, por eso, durante todo el año amoldaban las jornadas al horario solar. Sobre todo durante los meses en los que las noches eran más largas que los días.
Lo encontró en la cocina. Ya había desayunado y se ponía su gruesa parka gris.
—Pensé que hoy no te dejarían salir —bromeó por su tardanza—. Me alegra haberme equivocado, porque quería asegurarme de que estabas bien. Anoche no volviste por aquí antes de ir a dormir a la cárcel.
Justin dejó la mochila en la mesa y, sobre ella, el gorro de lana.
—Fui a Derio. —Se frotó las mejillas, que comenzaban a reaccionar con el calor de la casa—. Quería visitar la tumba de Manu. Necesitaba estar con él un rato.
—No estuviste en su entierro —comentó Rodrigo en voz baja.
—No. No estuve en su entierro —repitió entre dientes—. ¡Esos malditos cabrones sin alma!
Sacó el paquete de tabaco y el mechero de un bolsillo de su cazadora, después se la quitó y la dejó caer sobre el respaldo de una silla.
—¿Cómo te fue? —preguntó Rodrigo dejando a un lado el doloroso asunto de Manu.
—Bien. —Prendió un cigarro antes de meter el encendedor en la cajetilla y arrojarla a la mesa—. Sigue viviendo en Deusto, en el piso de siempre.
—Eso es bueno. Imagino que te aseguraste de que no te viera.
—Claro. Aunque no fue fácil —confesó con una sonrisa—. Estuve a punto de tragarme más de un coche.
—¡No te puedo dejar solo! —bromeó—. Pero ya está hecho, ¿no?
—Pues no. —Se acercó al frigorífico y sacó un brick de leche—. La seguí, pero no fue a trabajar. Sigo sin saber a qué horas está fuera de casa.
—No hay prisa para eso. Tómatelo con tranquilidad.
—Tengo que resolverlo mañana como muy tarde. A partir de la semana que viene no tendré tiempo para hacerlo.
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Antes y Después de odiarte... (Justin Bieber)
RomanceUna historia de misterios, amor y dolor que os irá enamorando poco a poco...