Capítulo 12

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N/A: Infinitas gracias por leer... y especialmente por sus comentarios que ya saben me resultan ENCANTADORES.

¡Estupendo!..., ahora que parecemos estar de acuerdo en la conspiración para asesinar a Kate; entonces puedo darles la bienvenida al Apocalipsis. Escojan un bando, recuerden no vale hacer trampa y cambiar a la mitad de la catástrofe.

Espero les guste...

Ningún personaje es mío...


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¿Saben qué? Al diablo. Al diablo la maldita azafata. Al diablo el ridículo cinturón. Al diablo mis infundados miedos. Me bajo de este maldito vuelo ahora mismo. Tengo una boda que arruinar. Una romántica celebración que impedir. Un idiota novio que secuestrar. Sobre mi cadáver esa arpía sale del brazo con él.

-señorita que cree que está haciendo, estamos a punto de despegar-, vocifera la auxiliar persiguiéndome por el pasillo del avión.

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***KATE***

Sobre el desierto pasillo esta vez no iba a dejar que la estupidez se hiciera cargo de la situación. Quizá no volvería a verle. Esa maldita agónica mirada seria lo último que recordaría de él. Le perdería. Me había auto condenado al infierno. "corre", "alcánzalo", "persíguelo", "y si no le encuentras, búscalo" gritaban mis sobresaltados instintos. Y corrí. Corrí saltando al ascensor. Corrí con todo el impulso que mis piernas pudieran contener. Corrí temerosa. Temeraria. Corrí siguiendo la triste sombra de su mirada. Cuando Sali del edificio voltee en el sentido del tráfico; el coche, él, se alejaba buscando un resquicio para incorporarse a la circulación. "Corre", "no dejes que se vaya", "corre", "alcánzale", vociferaban furicos mis remordimientos. Y corrí. Corrí separando mis aplomados pies del piso. Corrí esquivando obstáculos que parecían querer protegerlo de mí. Tropecé cayendo sobre las rodillas y el pánico se retorcía en mi vientre. No lo alcanzare. Nunca volveré a verlo. No querrá volver a verme. Pero cuando más ajeno parecía la bendita luz del semáforo lo obligaba a detenerse. El infierno se congelaba y el destino se apiadaba de mí. Así que corrí. Corrí por encima del daño en las rodillas. Con la carne viva pegándose a mis rasgados pantalones. Corrí sin aire, hasta que estuve justo al lado de la ventanilla. Entonces suplique. Le rogué que se abriera la puerta. Que bajara el vidrio. Golpee impotente la ventanilla con las manos enardecidas.

-lo siento...perdóname...perdóname...lo siento, por favor, por favor abre, por favor-, rogaba sin que me importaran las curiosas miradas que me juzgaban.

El sudor que perlaba la frente se confundía con las lágrimas que rodaban estrepitosas humedeciendo mi piel. Sentía arder en llamas las palmas de las manos. Quería recostarme sobre el pavimento. Descansar. De repente mis piernas se sentían duras, entumecidas, acalambradas. La apretada voz lastimaba mi garganta como si en vez de palabras lo que salía de ella era más bien un alambre de púas. Moriría parada a mitad de la calle, viendo el reflejo de la destrucción en la ventana de ese surrealista coche. Y entonces el crujido que liberaba los seguros de la puerta; ese ínfimo sonido, ese irrisorio, pobre, insignificante ruidillo, que había oído miles de veces antes; me machacaba los tímpanos. La puerta se abrió obsequiándome la visión de sus ojos azules.

-perdóname, por favor, por favor, perdóname, lo siento tanto, perdóname, por favor-, musitaba incesante sin atreverme a apartar la vista de él.

No dijo nada y sentía que el próximo latido de mi corazón sería el último. No decía nada condenándome con el silencio. Ni una palabra salía de su boca por lo que me pareció una eternidad. Compensaba su silencio con más suplicas. Con lágrimas que enrojecían mis ojos como brazas ardiendo. Sentía el fuego correr por mi cuerpo. El infierno carcomiendo mi carne. Y entonces él. Imprevisto. Súbito. Espontaneo. Brusco. Sublimemente libre; medio salía de coche atrapándome como una inmensa ola. Ahogándome me arrastro a la profundidad del coche dejando que me hundiera en su pecho. Protegiéndome. Salvándome.

La PublicistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora